viernes, 18 de julio de 2008

Locura de aburrimiento


Hubiera dado una mano para que Joseph Brodsky fuera mi tutor. Ni mi padre, ni mi profesor. Mi tutor.

Hoy, mientras hojeaba Del dolor y la razón (1995; en castellano en Siruela, 2000), me he dicho que hubiera dado una mano por ello. He dejado el libro a medias, allí, en un infinito flotante, con varios de sus textos por leer. Hay que tragarlos poco a poco, sin abusar, porque el aprendizaje de Brodsky es tan y tal bello que puede hacer daño.

La obra de Brodsky (Leningrado, 1940 – París, 1965; premio Nobel de Literatura en 1987) es demasiado poco conocida. Destacan su poesía y su aparato crítico, en muchas ocasiones de engranaje autobiográfico. En su texto Una habitación y media relaciona lo que fue su infancia compartiendo el espacio de una habitación (y poco más) con sus padres, con la situación del extranjero que se mira con dolor y pérdida el régimen soviético.

Pero ha sido con Del dolor y la razón, libro que recoge sus últimos artículos, que he encontrado algo que se mueve entre la belleza y el consejo. Brodsky nos habla para poder huir del aburrimiento, nos hace un canon de lecturas (¡en tan sólo una página!) o hasta es capaz de hablarnos de cómo sopesar el dolor. Y todo esto desde lo bueno y lo bello. En el artículo Elogio al aburrimiento, Brodsky, después de intentar dilucidar qué es el hastío, que no deja de ser repetición, nos dice que el truco es saber ser conscientes del momento de aburrimiento para aprovecharlo. Que el aburrimiento es el momento que irrumpe en el tiempo para decirle que se detenga, cuando llega la rutina en la que por un momento se para todo y aparece uno de los yos que es todos los yos. Brodsky viene a decir, más o menos, que aprovechemos esto para saber un poco más de qué estamos hechos. Que aprovechemos esos instantes para saber a qué tren subimos y qué dejamos atrás. Porque, nos pregunta, ¿qué le pasa a la mesa cuando se la limpia? Pues que el polvo habla:


“Recuérdame”

susurra el polvo.

(Peter Huchel)


Y luego nos aconseja que no miremos la tele, que lo de cambiar de canal con el mando es demasiado reiterativo y, por tanto, aburrido. Y que, esto es lo mejor –todo se ha tratado de una conferencia que ha hecho para sus alumnos el día de graduación: cuando les dice que lo que les viene por delante va a llevar tanto el bien como el mal, más mal que bien, más obstáculos que camino fácil. Y que intenten pararse en los momentos repetidos para que estos les hablen.

Al principio del libro, Brodsky explica el alto precio que tuvieron que pagar él y muchos de los rusos que sintieron que algo se les movía dentro al oír cantar a Ella Fitzgerald, cuando se dieron cuenta que algo de ellos formaba parte de Occidente, y no de Oriente. Lo que pagaran fue el resto de sus vidas. “Que no es poco, admitámoslo. Pagar un precio más bajo hubiera sido prostitución”.

Yo por tener a Brodsky como tutor hubiera dado una mano.

martes, 15 de julio de 2008

Hacia donde mira el 'stlánik'


Hay libros para pasar el rato, libros divertidos, libros pasajeros. Hay otros que pretenden dar testimonio de algo, libros con responsabilidad histórica. Pero hay libros que hablan de cosas que el hombre no ha de ver, “porque si las ha visto más le valdría morir”. En estos libros, el escritor hace el trabajo sucio para que el lector pueda digerir lo indigerible. Éste es el caso del escritor ruso Varlam Shálamov y sus Retratos de Kolimá (editorial Minúscula, 2007; trad.: Ricardo San Vicente), obra que recoge sus experiencias de castigo durante más de 10 años en el campo siberiano.

¿Cómo camina un hombre por la nieve?, pregunta al comienzo del libro: “El trabajo más duro es para el primero, y cuando a éste se le agotan las fuerzas, lo reemplaza otro, del mismo quinteto de cabeza. De entre los que rigen los pasos del primero, cada uno de ellos, hasta el más pequeño, el más débil, tiene que pisar un trozo de capa nevada y no otra pisada. Después vendrán los tractores y los caballos. Y sobre los tractores y los caballos no viajan los escritores, sino los lectores”.

En un ambiente de 50º bajo cero, de escupitajos que se congelan en el aire, de mordiscos, de torturas, de escorbuto, de pus y de falta de cualquier luz humana, es desde donde escribe Shálamov. Su arma: la pluma. A causa de las salvajadas diarias de las “limpiezas” stalinistas, se encontraron en el gulag hombres de todo tipo de condición: desde los asesinos más crueles hasta los intelectuales de izquierdas. Genios como Platonov o Mandelstam sobrevivieron pasando noches en vela haciendo de cuenta-cuentos. Y es toda esta experiencia la que recoge Shálamov para vomitarla y dejarle al lector servida en bandeja de plata la cara más animal de la maldad. Porque si Dostoyevski creía en la posibilidad, dentro del castigo, de la redención hegeliana, y Solhenitsin le daba a su Ivan Denisovich cierto atisbo de esperanza, en Shálamov lo que queda es desierto y muerte. Y es justamente en el horror donde la poesía de Shálamov sobresale.

En la estepa siberiana se da una planta, el stlánik, que sólo nace en primavera pero que si en invierno se le acerca una estufa al lado, comienza a crecer mirando hacia el calor.

“A mí el stlánik siempre me ha parecido el árbol ruso más poético, mejor que el venerado sauce llorón, que el plátano o que el ciprés. Y la leña del stlánik es la que más calienta”.

Como Shálamov, increíblemente cercano.

jueves, 3 de julio de 2008

Más generación perdida (vacía)


En su última novela, Jonathan Lethem indaga en el día a día de un grupo de indie-rock de Los Angeles que no consigue encontrar nombre. Lucinda, Mathew, Carl, Denise y Bedwin son los integrantes. Cuatro jóvenes mal alimentados que van tirando gracias al alcohol, a mucho tabaco y a un poco de droga. Por lo demás, nada más. La novela no dice; pero sí expone.

El grupo se hace famoso del día a la mañana gracias a unas frases inconexas bien colocadas en un tema que fueron robadas. La relación que mantienen con el círculo artístico de Los Angeles, con el personaje de Falmouth como epicentro –una especie de Truman Capote del arte pasado por agua– les trae una fama y un éxito bastante sospechosos, pero también les causa los primeros problemas; los que rebisan de superficialidad, falsedad, insubstancialidad y arbitrariedad. Y detrás, nada.

La novela de Lethem nos coloca en un bucle: leemos en ella lo que vivimos cada día. Nada nuevo. Decepcionante, de hecho, viniendo de su nombre (premio nacional de la crítica, y etc., etc.). Y más decepcionante todavía a nivel editorial internacional. Me pregunto cuándo Anagrama y Mondadori van a dejar de publicar esta literatura juvenil. Pero sobre todo, y ahí meto bien la pata, cuándo la vamos a dejar de comprar.

Sí, Lethem se ríe de todo esto. Como ejemplo, ahí van algunos títulos de canciones del grupo protagonista: “Infierno de edificios”, “Ojos monstruosos”, “Ciudadano de mierda” o “Un canario en la Coca-cola”. Pero el resultado, y la alegre simpleza con la que acaba la novela, colocan Todavía no me quieres en la mediocridad más gastada de las mesas de novedades. Un más de lo mismo que nos hace olvidar el lugar de la fantasía de la literatura.

Aún así, destaco la portada: es la más llamativa y golosa que he visto nunca.

“- Eso es muy superficial, Lucinda.

- No se puede ser profundo sin superficie”.