sábado, 29 de noviembre de 2008

Momentos epifánicos (II)


Marcel Proust quiso ver publicada su obra entera a dos columnas en un solo volumen y sin ningún parágrafo. ¿Qué pretendía? Intentar seguir la ley del recuerdo en una especie de misión imposible. Pero, claro, vivir un momento en presente tiene fin; en cambio, un recuerdo es un punto ilimitado que abre todo un antes infinito y todo un después infinito. Así que, como nos cuenta Benjamin, se ve que para escribir su Recherche, Proust no tuvo más remedio que luchar contra el sueño.

Con estas consignas cualquiera se lanza a escribir sus recuerdos... Hablar de uno da miedo: peligra que se nos quede atragantada la magdalena.

Pues bien, es esta misma imposibilidad la que da lugar a libros atrevidos. Y si hace años hubo un boom editorial de autobiografías literarias, ahora parece que el mundo del cómic tiene cosas qué decir. Ahí van:




Fun Home, un familia tragicómica, de Alison Bechdel (publicado en Mondadori). En los países anglosajones es muy común el hecho de que los niños escriban su “querido diario”. El proyecto de Bechdel, sin embargo, no tiene nada inocente. Al contrario: haciendo una parábola de la Recherche de Proust (el cómic también está dividido en siete partes), Allison, al igual que Swan, va a aprovechar la escritura para observase e investigar su homosexualidad. No sólo se va mirar a ella, sino que también va a escudriñar los rincones más oscuros de su familia. Poco a poco va a ir descubriendo lo que significa escribirse y su ilusionismo intangible, por lo que cada frase va a ir precedida de un “Yo creo” que anticipa el propio juego de la autobiografía. Lo importante, nos viene a decir Bechdel, no es si lo que se dice es verdad o mentira, sino que todos juguemos a creérnoslo. Y Fun Home, en este juego, es genial.



Diario de un exterminador de mosquitos (publicado en la editorial de cómics Apa Apa) recoge las series que John Porcellino fue autoeditando entre 1989 y 1999 en King Cat Comics sobre sus propias experiencias como matador de mosquitos. En su paso por ciénagas y aguas estancadas con las botas llenas hasta arriba de barro y escapando del ataque de todo tipo de bichos -la naturaleza ha pasado de ser bonita a ser odiosa y asquerosa-, Porcellino entra en un debate moral por el mismo hecho de matar mosquitos: primero con su profesión; luego, consigo mismo, y al final, con el mundo en general. Un mundo insoportable que tiene más ratas que peces. Entre la melancolía y el punk, la vida ordinaria y la morosidad -más Proust- el corazoncito de Porcellino consigue escapar del fracaso dibujándose. Y el resultado es un cómic que mezcla autobiografía y espíritu lo-fi de forma minimalista, elegante e increíblemente tierna. Lo importante, en Porcellino, no es la técnica de los dibujos, sino que éstos nos hagan reír y llorar.

Ambos cómics salvan también del naufragio al lector. Y sin olvidar en ningún momento el humor: la vida es jodida pero aún queda alguna fiesta por encontrar.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Momentos epifánicos (I)



"En realidad, si se quiere comparar la vida a algo, debe compararse a que la lancen a una por el túnel del metro a cincuenta millas por hora, para acabar en el otro extremo, sin siquiera una horquilla en el pelo".

Virginia Woolf, La mancha en la pared


Y luego, nada.

martes, 11 de noviembre de 2008

En el café de la juventud perdida

París, años 60. La puerta de entrada a la última novela de Patrick Modiano es el ambiente de un café parisino regentado por bohemios, artistas, escritores, situacionistas y algunos otros anónimos, con el humo y el alcohol como marco y el ajetreo de las conversaciones del Lundi Rue Christine de Apollinaire como tour de force. Pero es en los últimos, los anónimos, en los que se centra Modiano, apartando con el brazo a conciencia toda la magia de esa época, justamente para mejor evocar su cara más bestia. Como en todas las novelas del escritor francés, son los que buscan la propia identidad los que representan el clima de un pasado en el que, si bien se respira el humo, la energía y la rebeldía del París de entreguerras o posguerra, se saca a relucir sus entrañas más terribles: las del día a día de los sin salida; los verdaderos aplastados que viven en paralelo la ilusión de la modernidad de la década, pero que lo hacen con paso etéreo,sin entrar en ella, por la misma inmaterialidad de su persona.

La protagonista sin identidad esta vez es Louki, una chica joven que suele ir a rodearse de nombres propios a Le Condé, el café de la juventud perdida, título sacado de una nostálgica frase de Guy Debord. La conocemos desde el presente y a través de la voz de cuatro hombres con nombres falsos que nos hablan de lo poco que saben de ella a la vez que siguen el misterio que ha dejado su rastro. Desde el asistente del café hasta Roland, su última pareja; desde su maestro gurú (de nombre Guy de Vere -cuidado con a la reminiscencia a Guy Debord, el teórico de la deriva) hasta un inspector que podría ser su alma gemela, los cuatro le siguen la pista como si de una novela policíaca se tratase. El resultado con el que se encuentra el lector es un puzzle en que las piezas encajan; ahora bien, un puzzle con mucha niebla, en que las cosas se pierden para no verse más.




Porque Louki es Louki de las zonas neutras, de esos protagonistas de Modiano que viven en un lugar de visagra, como el Modiano de Un pedigrí, la fantástica novela autobiográfica en la que el autor nos pasaba el sinsignificado de su libro familiar. Ambos son personajes que viven en el desierto para no salir de él: su no-lugar es el de paso entre un lugar y otro. Como el protagonista de Centauros del desierto, no hay ni un dónde vas ni un dónde vienes. Su sitio es el desierto, el espacio no-espacio, el puente que tiende un abismo a cada lado. Louki no tenía “más recuerdos buenos que los de huida o de evasión. Pero la vida siempre volvía por sus fueros”. Y es ahí, sin traspasar el umbral de las calles de París, esas “tierras de nadie, en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o incluso en suspenso”, donde el autor tiene que vagar para poder explicarlo.

Modiano superviviente, Modiano escritor. Su estilo elegante y minimalista es la expresión más afilada y dura de la escritura del dolor actual. Sin embargo, Modiano transforma ese dolor para dejarle al lector una prosa depurada, enfriada, que conforma un ambiente nebuloso en el que sus personajes maltratados por la vida se pierden para pasar al infinito.

Las historias de Modiano son de una profunda tristeza, pero siempre están explicadas desde una contención y una fragilidad en las que parece que su voz se vaya a apagar a la hora de sacar a relucir lo indecible. De andar lo desandable, de recordar los puntos de referencia de una vida por miedo a caer en el vacío. Pero no, la voz de Modiano no se apaga, sino que se convierte en uno de los ejemplos más bellos de la escritura del dolor a caballo de dos siglos. Hasta ahora Quignard y Michon han sido los dos nombres más laureados de la literatura francesa del XXI. Pero la presencia de Patrick Modiano a su lado es hoy imprescindible.

Modiano ha traspasado el umbral de la literatura. Y ahora es uno de los más grandes escritores vivos.


Dicen por ahí que, en el café de Le Condé, Louki solía escuchar L'Accordéoniste:


sábado, 8 de noviembre de 2008

Aplastamiento de niveles



"Hacia la escritura.
Los árboles son alfabetos, decían los griegos. Entre todos los árboles-letras, la palmera es el más hermoso. De la escritura, profusa y clara como el surtidor de sus palmas, posee el efecto primordial: la caída."
Roland Barthes en Roland Barthes por Roland Barthes.

Me fascina esta frase. Es la mejor metáfora de la imposibilidad de escribir la vida, de reescribirla; de vivirla, vamos.