lunes, 1 de agosto de 2011

Abramos la brecha

“En el fondo, un mundo sin exterior –un mundo del todo inmunizado- es un mundo sin interior”.

Roberto Esposito


En el telenoticias de TV1 de ayer informaron de que Anders Breivik, el artífice de la atroz matanza en la isla de Utoya, va a ser analizado por dos psiquiatras hasta octubre para estudiar su estado mental. Esta disposición judicial demuestra, en su reverso, el preocupante olvido con el que buena parte de los estados europeos han operado, desde la segunda mitad del siglo XX, para levantar una Europa democrática, pacífica y plural.

Que Breivik sea considerado como loco es insultante. Breivik es un nazi. La locura, según el estudio genealógico de Michel Foucault, es aquel espacio que los mecanismos de poder han delimitado para instaurarse como poder en tanto que razón; dicho de otra manera, el poder, en busca de la ley, necesita de la sin razón, de lo imprevisible y de lo desconocido para hacerse como Ley, de manera que aquello que puede transgredir sus límites es aquello mismo que los dibuja. Siguiendo esta línea, el hecho de que Breivik haya ejecutado fuera del poder judicial no atestigua que se haya movido en el terreno de la sinrazón. La concreción en la previsión de sus actos y la minuciosidad de sus manifiestos demuestran que nada ha sido objeto de la la imprevisibilidad, sino que, al contrario, Breivik ha avanzado de forma aterradoramente sistematizada. Y, con su propia declaración de la monstruosidad pero de la “absoluta necesidad” de sus actos, ha demostrado que no es un loco, sino que se presenta como un ejecutante que actúa siguiendo la consecución de la ideología del nazismo, es decir, bajo la óptica del exterminio de aquellos que podían “contagiar” lo que se pretendía proteger bajo el nombre de raza aria.

Obviamente, la conmoción de un país como Noruega en el que una seguridad superficial se ha mantenido hasta ahora –así como, por cercanía, en el resto de países europeos- no puede entender la monstruosidad de lo sucedido dentro de lo que se ha estipulado con los límites de la razón. Pero para que el gobierno noruego -y toda la comunidad europea- pueda llevar una política sana, de seguridad y de diversidad plural, no deben considerar a Breivik como enfermo mental, sino que es necesario juzgarlo de la misma manera en que deben ser juzgadas las ejecuciones del exterminio nazi de la Segunda Guerra Mundial: como crímenes a la humanidad. De hecho, a su vez, en Oslo se ha subido la bandera de luto que atestigua que lo ocurrido en julio de 2011 es la masacre más dura después de la Segunda Guerra Mundial. Porque, en cierta manera, el ciclo se ha repetido.


Roberto Esposito, filósofo y teórico italiano, discípulo de los estudios genealógicos de Foucault, acuñó el término ‘impolítico’, palabra que no remite a un concepto sino que se contrapone a la sustancia política, para tomar distancia respecto de la génesis del discurso de poder. Sus análisis sincrónicos de conceptos políticos como el de comunidad, democracia o libertad, que incluyen una mirada diacrónica que indaga a través de qué mecanismos discursivos se han gestado esos términos, pretenden entender cuáles son las causas de las masacres de la humanidad atendiendo a su parte más oscura. En su libro Comunidad, inmunidad y biopolítica (2008), Esposito dedica buena parte de este tipo de análisis deconstructivo al concepto de comunidad para, posteriormente, dar una nueva lectura a su opuesto más extremo: el nazismo. Los porqués de la etapa nazi, la que hizo perder al mundo su capacidad para entenderse en términos de humanidad, son, precisamente, para Esposito, lo que no hay que enterrar ni dejar de mirar. Quizás, estudiándola de nuevo, podremos vernos cara a cara con la brecha que llevó a la sociedad moderna occidental hasta su cara más violenta y sangrienta.

Para Esposito, el nazi no es el sujeto loco que se ha desviado de la tradición histórica y filosófica de occidente, sino consecuencia del régimen biopolítico de los estados modernos. Y por biopolítica –en el sentido foucaultiano- se entiende la vinculación entre vida y poder; es decir, la reducción de la vida a su base biológica que llevan a cabo los organismos de poder. Foucault, ya en Historia de la sexualidad, intentó recoger los mecanismos e instrumentos de los que se había servido el poder para colocarse como Poder a través de la vida de los ciudadanos, concretamente, mediante el control de su cuerpo: limpieza, monogamia, clasificación anatómica, reproducción, etc. Aquellos que reunían una serie de requisitos eran considerados como normales y capacitados para estar dentro de los límites del poder y, aquellos que no, como enfermos, discapacitados y, posteriormente, excluídos. En la recopilación de datos históricos, Foucault quiso dar cuenta de cómo el discurso médico acabó ocupando en los estados modernos una posición jamás vista, puesto que se le concedió la capacidad de decidir quién era ciudadano y quién no.

Siguiendo esta línea, Esposito pretende profundizar en las argucias y los procesos que han llevado a los estados demócratas a fundamentarse en la estrategia biopolítica, cuya radicalización más extrema es, en su argumentación, la que aconteció en el exterminio nazi. Para ello, Esposito rastrea el sentido etimológico del término ‘comunidad’ al lado de la evolución política y social que ha labrado occidente desde el imperio romano. Esposito da cuenta de que, a día de hoy, en los estados modernos, lo que debía ser contrario a propio, el término ‘común’, ha degenerado en una idea de comunidad definida por las mismas propiedades –territoriales, étnicas, lingüísticas- que sus miembros (por ejemplo, comunidad de vecinos, comunidad económica europea, comunidad católica...). Sin embargo, la forma latina de comunidad, communitas, que proviene de munus (ley del don, darse al otro), no se refería a aquello que protege al sujeto clausurándolo en los confines de una pertinencia colectiva, sino que más bien se vinculaba a aquello que lo proyecta hacia fuera de sí mismo, que lo expone al contacto, al contagio con el otro. Para Esposito, la comunidad no se encarga de unir a los individuos, sino que más bien se trata del ‘entre’, del con-, de la relación que los vincula. Rescatando la experiencia interior de Bataille, aquella que expone el sujeto a la relación radical con el otro, Esposito argumenta que individuo y comunidad no serían opuestos, sino que, al contrario, el inviduo se realizaría y se singularizaría en la comunidad, puesto que en ella puede llevar a cabo el juego con aquel sujeto ajeno diferente de sí mismo.

Sin embargo, la relación imprevisible y desconocida con el exterior, esta experiencia de contagio procedente del otro, parece no adecuarse a las intenciones instutucionales y estatales, cuyo objetivo es englobar a sus ciudadanos bajo la norma de la mismidad de la unidad y la razón. De hecho, la idea original de comunidad fue empobreciéndose desde la Ilustración, cuando Rousseau, ya en El contrato social, advertía del riesgo que lo comunitario tenía de sobreponerse a los individuos autosuficientes, uniformizarlos, y tragarlos.


La degeneración del concepto de comunidad llevó a la creación de los estados modernos a la implantación de su sentido etimológico contrario. Con el término inmunitas, cuyo negativo in- delante de munus apelaría al hombre exento de obligación con respecto al otro, el sujeto podría conservar la propia sustancia de sí mismo. Sin embargo, tal y como argumenta Esposito, el proceso de inmunización es también aquello que pretende defender a uno mismo en relación con el otro. De hecho, médicamente, la inmunización intenta proteger al hombre del contagio del exterior y, para ello, le inserta el mismo virus del que quiere salvarle. En la configuración de los estados modernos, según Esposito, la evolución de la democracia ha hablado un lenguaje opuesto al de la comunidad en la medida en que cada vez más ha interiorizado una exigencia inmunitaria: uso de máscaras y armaduras para defenderse, construcción de muros (“juntos pero entre paredes”), fronteras, etc.; estrategias de protección que han acabado dando preeminencia a la propiedad de lo particular hasta que el valor de lo propio se ha ensalzado como vehículo social.

Ahí, al “hacer de lo impropio algo propio”, es cuando se abre la brecha de la sociedad actual, en cuanto que “equivale a la extinción de lo común”, dice Esposito, apelando a cómo la perversión de la idea de comunidad ha acabado en su opuesto, en el que se ha roto todo contaxto con el exterior, por entenderlo como extraño y aterrador. Este proceso de inmunización democrática, si algo es, es violencia, puesto que en su objetivo de combatir el contagio, y siguiendo la imagen médica que usa Esposito, la inmunización en altas dosis es el sacrificio del viviente, esto es, de toda forma de vida cualificada, en pro de la simple supervivencia.

El hilo de esta argumentación genealógica nos conduce hasta la radicalización de la inmunización, que culminó en el exterminio del nacionalsocialismo, cuya mano ejecutante fueron las SS y cuyo motor fue la biopolítica llevada al extremo. El nazismo, considerado por Esposito como una “biología realizada”, habría nacido de la inmunización con el que la raza aria quería “protegerse del contagio exterior”. De hecho, jamás los médicos habían tenido tanta relación con el poder político como lo hubo en la cancillería del Reich. “En este sentido”, dice Esposito, “ni siquiera se puede hablar de una simple instrumentación: la cuestión no es que la política nazi se limitase a adoptar como perspectiva legitimadora la investigación biomédica de su tiempo. De lo que se trata es de que pretendía identificarse directamente con ella”.

Durante los años treinta, lo que se inició como una campaña radical de sanidad pública pasó a los experimentos anatómicos de Goebbels y a los regalos anatómicos enviados por Menguele a su maestro von Verschuer (considerado hoy uno de los padres de la genética), hechos que demuestran el entramado que en aquellos años se produjo entre política, derecho y medicina, cuyo final fue el genocidio y, después, el suicidio de los cabezas del nazismo (debían autoextirparse antes de ser contagiados).

¿Por qué el régimen, se pregunta Esposito, confirió a los médicos un poder sobre la vida y la muerte tan enorme? La tesis más plausible que recoge es que la categoría de biopolítica ha de ser integrada con la de inmunización, porque sólo ésta última expone claramente el nudo que ata la protección de la vida a su potencial negación.


“Una mirada al panorama con el que se inaugura el siglo XXI basta para obtener una comparación impresionante: la explosión del terrorismo biológico y la guerra preventiva que intenta enfrentársele en su mismo terreno; las masacres étnicas, todavía de tipo biológico y las migraciones masivas que arrollan las barreras puestas para contenerlas; las tecnologías que configuran no sólo el cuerpo de los individuos, sino también los caracteres de la especie; la reapertura de campos de concentración en diversas partes del mundo; el empañamiento de la distinción jurídica entre norma y excepción. Todo esto sucede mientras explota de manera incontenible un nuevo, y potencialmente devastador, síndrome inmunitario. Ya lo hemos dicho: nada de todo eso iguala a lo sucedido desde 1933 a 1945. Pero nada de ello es totalmente ajeno a las cuestiones –relativas a la vida y a la muerte- que entonces se plantearon. Decir que estamos, hoy más que nunca, en la inversa del nazismo significa que no es posible desembarazarnos del problema limitándonos a alejar la mirada, sino que para invertirlo de verdad –para mandarlo al infierno del que salió- hace falta atravesar de nuevo, conscientemente, esas tinieblas, respondiendo, claro está, de manera opuesta a todo cuanto entonces se hizo, a las preguntas que de ahí emergieron”.


¿Qué ocurre ahora, sesenta años después? Según Esposito, doce años de experiencia nazi han producido suficientes anticuerpos para protegernos de su retorno. Sin embargo, y como demuestra lo ocurrido en Oslo hace apenas una semana, estamos bien lejos de pretender cerrar la horrenda brecha abierta por el nazismo. Que Breivik sea hoy considerado un enfermo mental es un insulto a todas las víctimas causadas no sólo este julio en Noruega, sino a todas las víctimas del Holocausto, del estalinismo o de cualquier otro totalitarismo. Antes he dicho superficialmente que, quizás, los estados europeos –ya no sólo el noruego- han intentado desmantelar lo ocurrido durante el Holocausto con un velo cubierto, dejando enterrado –precisamente, escondido, todavía allí- el monstruo del genocidio nazi. A su vez, los medios de comunicación nos continúan bombardeando con las imágenes de lo ocurrido en Oslo -en detrimiento de otros hechos, como el de Somalia, del que ayer, por ejemplo, El País no se preocupó ni de informar- mientras los espectadores las siguen como si se trataran de nuevas versiones de los espectáculos del coliseo romano. Cosa que demuestra que, nunca como hoy, el bíos se revela en el cruce de todas las trayectorias: políticas, económicas, sociales, tecnológicas. Es por esto que, concluye Esposito, antes de intentar entender la actualidad a partir del discurso supestamente democrático, es preciso abrir cuentas de nuevo con el del nazismo, antes de que nos lo encontremos de nuevo, justo delante de nosotros.

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