jueves, 4 de septiembre de 2008

De cómo vender una iguana en el desierto


Leer el último libro de Juan Villoro es como tomarse siete chupitos de tequila. Los culpables son un elenco de energía y humor que muestra cuánto puede llegar a ser de caricaturesca la especie humana. El escritor mexicano explicó hace unos meses en el Hotel Condes de Barcelona la manera que tienen de latir los cuentos, entre el humor y el dolor, como “el silbato de Chaplin”.

Jorge Herralde dice que “el escrito Juan Villoro, cada vez que saca un libro, pone a la crítica en serias dudas” ¿Qué és: cuentista, novelista, cronista, oralista? El último libro que sacó, Dios es redondo (2006), era una crónica sobre el mundo del fútbol; Villoro es un apasionado. Su novela El testigo fue premio Herralde 2004 y está considerada una de las mejores obres mexicanas, en un ránquing que la coloca en el número 7 y que tiene a Pitol en el 4. Y en setiembre saldrá su segundo libro de ensayos literarios. Todos estos en Anagrama, que presentó antes del verano Los culpables, un libro formado por seis cuentos y una nouvelle.

La empresa no es tan grande como la de El testigo, ni temáticamente ni formalmente, pero no es menos afilada. Los cuentos son vivos e hilarantes, y la prosa ágil, rápida; son directos, largos pero concentrados, y en todos aparece un personaje que habla en una primera persona excéntrica y divertida pero también desde una profunda tristeza... Una estrella del mariachi que acaba renegando de su identidad e intenta huir para acabar haciendo de actor de cine gay; un ejecutivo que se pasa demasiado rato volando, o lo que es lo mismo: demasiadas horas desenganchado del suelo; un futbolista (y aquí subyacen ecos al cuento Buda, de Roberto Bolaño, en Llamadas telefónicas, precisamente dedicado al mismo Villoro) que contradictoriamente en la jugada más terrible del fútbol -el autogol- acaba encontrando la liberación; un aprendiz de escritor que pretende hacer un guión volcando su desgraciada experiencia y que fracasa: el guión está lleno de vida, no como los de Chaplin, insiste Villoro, que se tragaba un silbato y continuaba sonando dentro de su estómago... Un pintor abstracto, un limpiador de ventanas, un periodista norteamericano acabado de llegar de México... Estos son los personajes supuestamente culpables con los que el lector se enfrenta. “Me interesaba explotar la voz hablada, no sólo la mexicana, sino las espontaneidades de la lengua. En estos relatos cada narrador explica su propio cuento de manera espontánea e improvisada; de hecho, ninguno de ellos es escritor profesional, y el único que lo intenta acaba fracasando. Ninguno de ellos es consciente de que está explicando un relato, con su planteamiento, nudo y desenlace, una historia como la que oímos en el metro o en los cafés, pero que en definitiva es historia. Estos narradores accidentales del metro son los que quería atrapar”. Ninguno es escritor y el lector entiende mejor que ellos su historia, pero todos son capaces de transmitir una mitología literaria realmente potente desde la más simple sencillez, como la que se desprende del jugador de fútbol –Villoro cree que en los estadios hay mucha materia ficcionalizable-. Lo interesante es ver como los siete personajes quieren justificarse y que cuando lo hacen, traicionados por su inconsciente, dicen más de lo que ellos mismos quieren y ven. “La confesión en la literatura puede conllevar a la culpabilidad de haber hablado”. De aquí la cita de Karl Kraus que abre el libro: “Quien calla una palabra es su amo; quien la pronuncia, es esclavo”.

Villoro ha querido jugar con tópicos y arquetipos mexicanos. Que el primer personaje sea un mariachi no es arbitrario: la ironía aparece cuando este mariachi, un auténtico ídolo del pueblo mexicano, quiere huir hacia un mundo alejado y se introduce por casualidad dentro del cine gay. Otro caso en el que se debate la cultura mexicana es en la nouvelle que cierra el libro, de título Amigos mexicanos. “El narrador en este caso es un periodista norteamericano que va a México a buscar lo que ya sabe (los referentes de Frida Kahlo, el cine de Ripstein...) y acaba conociendo un círculo de mexicanos que le montan toda una antropología artificial para que pueda escribir. Lo que quería tratar era la teoría de la crónica y de la veracidad, de la mentira en el periodismo”. Con picardía pero también desde la subversión, Villoro usa los arquetipos para destrozarlos, como cuando recuerda lo que le contestó Burroughs desde México a Kerouac cuando éste le preguntó por carta si la tierra mexicana era muy peligrosa: “No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos”.

Pero Los culpables no es un libro mexicano escrito para un lector europeo: “Es peligroso decir que escribo para otros lectores. Escribo lo que me interesa, y dentro de esto lo que me parece más importante es la universalización de las experiencias individuales. Los autores rusos o el japonés Junichiro Tanizaki son algunos de los escritores que más me han impactado, y que a la vez están más lejos de mí.”

México ha sido un país muy literaturizado por escritores de todo el mundo. “La manera que han tenido muchos autores de malinterpretar la cultura y el paisaje mexicano da lugar a revelaciones, sugerencias... De Malcolm Lowry a Rodrigo Fresán, de Graham Greene a Roberto Bolaño... Desde una mirada que no acaba de entender del todo, que es la del extranjero, han podido potenciar un entorno al que ya estamos habituados. Me interesa muy especialmente la mirada de estos autores, y en Los culpables trato de poner en debate unos diálogos”.

En el relato titulado El crepúsculo maya la narración avanza a través de una iguana, que justamente al principio del cuento el narrador señala como la auténtica culpable. “En México hay una profesión que es la de vendedor de iguanas por las carreteras del desierto. Los narradores somos en cierta manera como vendedores de iguanas: ¿quién se para a comprar una?”.


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