Opinion: la opinión de mi que hay en otro.”
Jünger Habermas
Los periodistas Eugeni Xammar y Josep Pla, que por aquellos años se encontraban en Berlín, aprovecharon el tema para afilar sus plumas y abrir a destajo un debate sobre periodismo que, si bien ya fue olvidado, debe ser hoy de vigencia absoluta. Usando la tradición inglesa de las “Cartas al director”, publicaron en La Veu unas reflexiones firmadas por los dos, con el título “Periodisme? Permetin...”, que originaron una fuerte polémica en la que, además de Montoliu, Pla y Xammar, intervinieron otros periodistas y escritores de la época.
Eugeni Xammar (1888-1973)
Josep Pla (1897-1981)
El hecho de que Xammar y Pla publicaran en forma de cartas al director les permitió no sólo asegurarse de la plena responsabilidad de su propuesta, sino tener carta libre en la manifestación de sus opiniones. Aún así hubo censura y las cartas no están editadas al completo: desgraciadamente, los fragmentos más amputados son aquellos en los que proponen una vía constructiva para un nuevo periodismo catalán. Pero, aún y así, las primeras cartas conservan la crítica viperina tanto de Pla como de Xammar a muchos de los personajes considerados “ilustres” de la intelectualidad catalana, una mina de información sobre importantes periodistas extranjeros y, evidentemente, una prosa clara, precisa y afilada, mezcla de información y de reflexión, con la que dieron forma a a una opinión crítica fundamental y fundamentada. Para ambos, la observación de Montoliu según la cual Pi i Margall, Mañé y Flaquer, Yxart y Oliver habían sido víctimas del periodismo era errónea. Tanto, como que había sido el periodismo la víctima de estos cuatro personajes, “que no són més que encarnacions, tan considerables, com un hom vulgui, però evidentment establertes, del provincianisme català”. Con un claro menosprecio al provincianismo, Xammar y Pla, desde la perspectiva nórdica europea, analizaron uno a uno cada uno de los casos singulares de supuesta “vida mancada” por culpa del periodismo hasta destrozarlos. Como ejemplo, el primero, Pi i Margall:
“¿Vida mancada la d’En Pi? Arribà a President de la República. Escriví un llibre, Las Nacionalidades, que és un sistema, això és, una cosa que té solucions per tot, tan luxosa a l’Espanya del seu temps, que cap altre ciutadà espanyol va gosar tenir-ne. Demés, morí vell i, per tant, tingué temps de tot. És fer-se una pobra idea de la intel·ligència d’en Pi suposar que volia la lluna de València i que no la pogué haver, gràcies a les ocupacions encombrants del periodisme. En Pi, morí en realitat, amb el timó de El Nuevo Regimen a la mà, i s’ha de suposar que, si a la seva edat encara li agradaven aquestes feines, és que el periodisme no era per a ell cap enutjosa obligació. ¿Li fallà algun ideal? Potser sí. Tothom el té, el seu ideal, i els ideals que no fallen ja no són ideals. ¿Li fallà algun ideal espanyol? Si això és veritat, patí el mal del doctrinarisme, i ésser doctrinari a Espanya no és cap mostra d’intel·ligència precisament. Si en Pi, home d’esquerra, fou un doctrinari en el país on els seus enemics polítics són d’un realisme i d’una voracitat sense fi ni compte, és que li fallava alguna cosa. I si no li fallava res i era encara doctrinari, és que tenia pa a l’ull. En Pi fou un republicà que no sabé veure l’importància [sic] de la monarquia. Tingué la República a la mà i se la deixà prendre per mantenir un principi teòric. D’aquest error encara en patim”.
A caballo entre la boutade y el rigor, los comentarios pugilísticos de Xammar y Pla –gracias a los cuales se ganaron el apelativo de “bolchevistas críticos”- iban en dos direcciones: poner a estudio la tradición política y cultural desde el presente y, a la vez, devolverle al periodismo el lugar que se merecía, en tanto que lugar capacitado para la crítica del antes y el ahora. Desde sus páginas, en las redacciones de los diarios europeos más importantes de entonces, consiguieron retornarle a la prensa el estatuto político con el que originariamente había nacido, es decir, la fusión de dos ámbitos que hoy se encuentran escindidos: periodismo y política.
“Si no es vol començar la casa per la teulada, no es pot deixar de sostenir constantment el principi: política abans que tot [siete líneas censuradas]. Però no cal insistir. És un fet tan clar que sense una política les altres coses sempre fluixejaran que els dubtes del vostre eminent col·laborador sobre aquest problema fan estranyesa. I qui diu política diu, naturalment, periodisme”.
Durante estos años, la prensa catalana vivió un momento espléndido. En ella, culminó el estilo de crónica que en Inglaterra ya hacía dos siglos que se venía trabajando y que en Francia había reinventado el personaje del croniqueur, con Baudelaire y sus Petits poèmes en prose como modelo, en les “gazetilles d’eternitats” que pedía Eugeni d’Ors. En Cataluña, acaban escribiendo en periodismo no sólo profesionales como Xammar o Pla, sino escritores como Ors, Gaziel, Sebastià Gasch, Carner, Riba y Sagarra, hasta coronarse con Joan Fuster en los años cincuenta. Fuster dio la clave de esta conjunción cuando afirmó que el escritor que luchaba por profesionalizarse sólo encontraba en la prensa diaria “uns honoraris més o menys regulars: per això s’hi enrola”. Como explica Martí Monterde en el artículo “Els mots i els morts. Cànon literari i mitjans de comunicació”, en Fuster, la relación entre escritura y carácter memorialístico estableció un vínculo entre els diaris de dia con els diaris de nit. Fuster explicó el proceso al confesar que había tenido que:
"extreure moltes planes del ‘diari’ per a vendre-les als altres diaris, als veritables diaris. Refetes en forma d’article, han seguit la fugacitat intrínseca del vehicle que les acceptava”.
Por necesidad económica, pues, el escritor se lanzaba a hablar del mundo en los diarios; por su lado, a la prensa le parecía suficientemente importante la publicación de esa escritura de reflexión.
¿Qué queda hoy de este tipo de crónica reflexionante? ¿Hasta qué punto la prensa actual da espacio a la escritura de la opinión? ¿El modelo es hoy el de las columnas humorísticas de Quim Monzó o Empar Moliner que van desde la política internacional hasta el llanto de Mou? ¿Hasta qué punto la crítica literaria se ha convertido en un catálogo de novedades? ¿Cuáles són las razones de la transformación del periodismo de reflexión al periodismo de consumo? Y, por último, ¿qué opinión cultural y política se puede formar un espectador de los medios de comunicación?
Habermas: Historia y crítica de la opinión pública
El filósofo y socióloga alemán Jürgen Habermas (1929) argumentó y contextualizó buena parte de estas preguntas en el imponente estudio historicista que dedicó al concepto de crítica en Historia y crítica de la opinión pública (1962), imprescindible para entender no sólo la evolución que ha tenido el periodismo desde su nacimiento en el siglo XVIII, sino que, a escala totalizadora, el libro de Habermas, a partir del análisis riguroso de los diferentes procesos por los que ha pasado la locución “opinión pública”, es un ensayo crítico –entendiendo como crítico esa fusión de proyección y política que pedían Xammar y Pla- de la transformación social de la vida pública en Occidente desde la entrada del capitalismo.
Para desentrañar lo que hoy se conoce como opinión pública –aquello de lo que, a priori, todos podemos participar-, Habermas distingue entre lo público y lo privado. Lo público nace del Estado y del funcionariado de la Administración, que son los que se encargan del bienestar público, frente a lo privado, terreno tomado por la burguesía, es decir, aquellos individuos sin oficio público. La clave del ensayo de Habermas –y del inicio del concepto de opinión pública- es que fue precisamente dentro del movimiento burgués donde se generó un nuevo movimiento de publicidad, alternativo al Estado. Ese movimiento se formó en un espacio. Concretamente, en la distancia que hay entre los límites del poder doméstico privado (la casa, la familia) y los límites marcados por lo que es el poder público del Estado. En esa zona, en la que los pater familiae se preocupaban no sólo del interés doméstico sino también de sus interes privados ligados a un mercantilismo y a una industria incipientes, es donde nació una nueva zona de demanda que, para materializar sus voluntades, precisó de una plataforma “crítica” en manos de un pueblo reflexionante: la prensa.
De la esfera íntima a la opinión pública
La prensa, pues, no nació sola, sino que fue la evolución y el resultado a la vez de un proceso de cambio en la mentalidad humana durante el siglo XVIII, el que hoy se conoce como Modernidad. En Francia y Alemania, pero sobre todo en Inglaterra, proliferaron clubs, salones y cafés culturales en los que la lectura literaria, a solas y en silencio, era seguida del debate en grupo. Ya sea en los clubs o a través de correspondencias, los lectores reflexionaban sobre lo leído, configurando poco a poco el concepto de su opinión –individual-. Como argumenta Martí Monterde a través del hilo histórico que recorre en Poética del Café, fue en este tipo de locales donde el hombre simultaneó tres pasos: mirar los cambios de la ciudad a través de la ventana del café, leer las noticias internacionales a través de la prensa y, finalmente, observarse a sí mismo dentro del mundo para afirmarse, posteriormente, en una posición crítica.
De forma paralela a estos pasos hacia la subjetividad, entre el siglo XVIII y el XIX nace una nueva literatura de corte autobiográfico que va de la reflexión individual de los ensayos de Montaigne a la literatura de correspondencia del Werther de Goethe. El XVIII es el siglo de las cartas, incluso el intercambio de correspondencia es publicado en la prensa. Por otro lado, las personas privadas convertidas en público razonan también públicamente sobre lo leído y lo introducen en el proceso de la ilustración. Se pone en debate a la privacidad. Estos criterios de generalidad son evidentes para las personas privadas que, en el proceso comunicativo de la publicidad literaria, se cercioran de su subjetividad procedente de la esfera íntima. “Escribiendo cartas se robustece el individuo en su subjetividad”, dice Habermas. Ya sea sobre temática emotiva (las cartas de Emma Bovary) o sobre temática literaria (las personas privadas de la época discutían sus lecturas no sólo oralmente, sino también por escrito) la correspondencia fue también medio de la nueva etapa de subjetividad de los lectores.
Este proceso de aspecto más doméstico y privado, que Habermas designa con el nombre de publicidad literaria (en un sentido cercano a la crítica literaria actual), convergió con aquella zona de demanda con la que las personas privadas hacían frente a las razones de Estado, proponiendo sus propias razones. De esta manera, la ilación entre nueva subjetividad (literaria, cultural) e intereses privados fueron convirtiendo a la publicidad literaria en una nueva publicidad política. A partir de la publicidad, el público de personas privadas consiguió hallar en la prensa el lugar para apropiarse de una publicidad que no era la del Estado y que les permitía a la vez crítica y difusión. Así que, fruto de esa nueva esfera íntima, y de manera paralela a la necesidad burguesa de articular leyes contrapuestas al dominio estatal absoluto, nace finalmente una nueva esfera crítica donde la burguesía aprende a afirmarse a sí misma.
Es éste un momento espectacular para el periodismo. Lo que había surgido de la publicación de correspondencias privadas, poco a poco abrió una pequeña industria artesana. Al inicio, la producción era sólo crematística: vender ejemplares y ganar dinero para poder imprimirlos (con un plus, como las minieditoriales). Pero a este momento económico se fue añadiendo un momento político, de manera que la prensa de noticias fue convirtiéndose en prensa de opinión, es decir, de reflexión, en la que proliferaba la concurrencia del periodismo de escritores, la portabilidad de la opinión pública y la lucha de la política partidista.
En Inglaterra, en los llamados “periódicos cultos”, el editor pasó de ser un vendedor de noticias frescas a un comerciante de opinión pública. Los escritores aprovecharon el espacio en la prensa para dotar a su raciocinio de eficacia publicística. En este denominado “periodismo de escritores” la finalidad crematística pasó a un segundo plano, hasta el punto en que los editores de la época infringieron todas las reglas de la rentabilidad y a menudo sus negocios cayeron en la ruina. Si en Inglaterra estos diarios los financiaba la aristocracia del dinero, en el continente solían ser más bien la inicitiva de algún sabio o escritor. Un nuevo editor-sabio que soportaba el riesgo en solitario y era capaz de cubrir todos los puestos de la empresa editorial. Como ejemplo, en Alemania, cuando Markus Dumont se hizo en 1805 con la Kölnische Zeitung, reunía aún los atributos de autor, compilador, editor e impresor.
Markus Dumont
La prensa salía como institución del público (como plataforma) para reafirmar su opinión. Pero cuando la opinión ha estado por encima del negocio, éste siempre ha fracasado. Fue así como el periodismo de escritores privados fue pasando a un servicio público de los medios de comunicación de masas. Y esto ocurrió por la misma transformación de la prensa: la publicidad que la vehiculaba dejó de ser la plataforma de la esfera privada y fue avasallada por el dominio público, tanto de grandes empresas e instituciones como del Estado.
Del público culto al público consumidor de cultura
Durante el siglo XIX, tal y como explica Habermas, la consolidación del Estado burgués de derecho y la legalización de una publicidad políticamente activa acaban generando una prensa que se desprende de la carga de la opinión. Ateniéndose a las expectativas de beneficio, la prensa de opinión pasa a convertirse en una prensa-negocio de forma casi simultánea en Inglaterra, Francia y Estados Unidos durante la década de los años 30. La relación entre la redacción y el tablón de anuncios que pagan hace que la prensa cambie: lo que había nacido como institución de las personas privadas como público, se convierte ahora en la institución de determinados miembros del público como personas privadas. Es así como el término de publicidad que se refería a la opinión crítica frente al Estado de la esfera privada pasa a designar la publicidad del eslogan y del anuncio que se utiliza hoy.
Hasta el momento, la libertad de prensa estaba en manos de personas privadas que resguardaban la crítica frente a las instituciones. En la medida en que se fueron comercializando, las esferas críticas fueron convirtiéndose en complejos sociales de poder de una nueva privacidad: ya no la de la esfera crítica, sino la del ámbito privado que conocemos hoy, el del capitalismo de titanes empresariales y económicos.
Esto tuvo consecuencias en la redacción. El artículo de opinión disminuyó en relación con la selección de material. Grandes periodistas desaparecieron a cambio de redactores que, siguiendo indicaciones, andaban atados a los intereses privados de una empresa lucrativa, de un partido político o del gobierno reinante. El redactor se vio sometido no al director editorial sino a una comisión de control. Y, finalmente, la libertad de prensa disminuyó.
La invasión publicitaria transformó a la publicidad, y no sólo a través del aumento de intereses de los propietarios de mercancías, sino también por la irrupción en el siglo XX del principio capitalista de pugna competitiva entre partidos. La prensa pasó a ser lugar de publicidad de políticos y organizaciones de poder, transformando su capacidad de crítica a una nueva plataforma escrita de representación y promoción. Fue a través de las public relations (concepto que se gestó en Estados Unidos desmantelando el origen de opinión pública) como ciertas instituciones y partidos se dirigían a las personas privadas como público con un mensaje que camuflaba sus intenciones comerciales en nombre del bienestar común.
De esto a la propaganda electoral quedaba ya muy poca distancia.
La nueva publicidad dejó atrás la crítica para fortalecer el prestigio de cierto poder. Y el nuevo periodismo pasó a presentarse al público como ilustración e información, pero también como arma propagandística, pedagógica y manipulativa de un Estado y otras instituciones que para acceder al poder político debían ejercer primero el poder social. Organizaciones y partidos (que tienen una relación directo con el Estado) acabaron ocupando la publicidad política, despolitizándola, y arruinando la vieja base de la publicidad que mediaba entre Estado y sociedad. Su arma fueron los medios de comunicación de masas que, en servicio a esas instituciones, aparecían para conseguir la aquiescencia del público, de manera que la publicidad crítica original fue desplazada por la publicidad manipuladora.
Paralelamente, la esfera íntima empezó a desprivatizarse. Si hasta el momento el protototipo de la vida privada burguesa era la profesión y la familia, durante el XIX la familia continúa siendo privada, pero el trabajo y la organización se vuelven más públicos. La escisión entre esfera privada y publicidad entendida como opinión crítica causa que la publicidad se transforme en masa. Una masa que sustituye la antigua publicidad literaria por la nueva actividad de consumo.
“La actividad del ocio da la clave de la pseudoprivacidad de la nueva esfera, de la desintimación de la llamada intimidad. Lo que hoy acostumbra a delimitarse como ocio, frente a una esfera profesional autonomizada, tiende a ocupar el espacio de aquella publicidad literaria en la que, en otro tiempo, estuvo instalada la subjetividad en la esfera íntima de la familia burguesa”.
En lugar de la publicidad literaria, que tenía cierto carácter político en cuanto que permitía a las personas privadas tener conciencia de su rol de hombres y burgueses, aparece el ámbito pseudopúblico del consumo cultural. Salones y clubs de lectura, que no estaban sometidos al consumo, desaparecen. Y nace un nuevo orden que se desvincula del trabajo y proporciona el descanso: el ocio.
El tiempo ocio aparece pues como una actividad apolítica que, inserto a su vez en el ciclo de producción y consumo (como concentra la expresión francesa ‘métro, boulot, dodo’: metro, curro, cama), no constituye un mundo emancipado de las necesidades existenciales directas, es decir, de la crítica. Al contrario: los modelos de ocio, compuestos antes literariamente con privacidad, circulan hoy como secreto a voces de una industria cultural que produce patentes, y cuyos productos, públicamente divulgados por los medios de comunicación de masas, sólo desarrollan en la conciencia del consumidor la apariencia de privacidad burguesa.
La prensa es, desde entonces, plataforma de la cultura de masas. En lugar de elevar la alta cultura a un público más amplio, se adapta a las necesidades de distracción y diversión de grupos de consumidores con un nivel relativamente bajo de instrucción. Es entonces cuando prolifera la prensa de fin de semana (“Corazón, corazón”), las noticias inmediatas narradas (bodas reales) o los casos-suceso que parecen salidos de la ficción (“España directo”). En cambio, las colaboraciones de expertos literarios o de escritores se someten al cliché realista, y los cuentos publicados en la prensa hablan de desafección o de las crisis de las parejas a los treinta. Esos cuentos ya no son divertidos; las noticias, en cambio, tienen como deber distraer.
En el denominador común de los human interests surge la composición de un cómodo y acomodaticio material de entretenimiento que sustituye la adecuación a la realidad por la consumibilidad, e incita más al consumo impersonal de estímulos apaciguadores que supuestamente guían e instruyen al uso público de la razón (o no: Belén Esteban), Radio, cine y televisión hacen que la distancia del receptor con la letra impresa disminuya. Cuando se lee menos, la privacidad de la recepción no se pone en debate. En cambio, los medios continúan atrayendo a los espectadores, sin la posibilidad de hablar y replicar: ahora todo se reduce al gusto (“canción preferida”, “I like” en Facebook), que incluso acaba siendo parte del consumo.
El mundo público producido por los medios de comunicación de masas es ilusorio, ficticio, hasta el punto de que el hábito epistolar del pasado intercambio literario es ahora sustituido por la plática epistolar de las redacciones de periódicos y revistas (ej: consejos para la casa, para la pareja, tests, etc.). En él ya no suena la caja de resonancia de una capa culta y educada, y ya para siempre se ha escindido el público en minorías de especialistas no públicamente raciocinantes, por un lado, y en la gran masa de consumidores receptivos, por el otro.
Publicidad fabricada y opinión no pública: la conducta electoral de la población
Este vacío de publicidad crítica a cambio de la publicidad de consumo cultural ha llevado a la triste relación que mantiene el ciudadano con la política: según Habermas, la relación que mantiene el sujeto receptor de servicios con el Estado no es de participación política, sino que es de submisión a los actos de la Administración (recortes de sanidad pública).
El sociólogo estaodunidense David Riesman llamó al consumidor político de la segunda mitad del siglo XX “el nuevo indiferente”. Sobre las decisiones electorales de este “nuevo indiferente” carente de esfera privada y crítica, los partidos han podido influir publicísticamente. Es decir, de forma propagandística, los grupos políticos trabajan una publicidad muy similar a la presión ejercida por el reclamo publicitario sobre las decisiones de los consumidores. Especialistas publicitarios venden política impolíticamente a través de los medios de comunicación de masas. El objetivo es dirigirse a un pueblo y, en concreto, como apuntó Riesman, a aquella minoría cuyo nivel de instrucción, según han calculado los demóscopos, les permite un vocabulario promedio de unas 500 palabras.
David Riesman
La opinión pública como ficción del estado de derecho
A finales de los sesenta, la opinión popular independiente de las organizaciones apenas conserva una función políticamente relevante. El público había sido substituido por instancias de órganos superiores cuya única acción política ha sido la representación, la notoriedad y la propaganda. Desde entonces, el concepto de opinión pública ha sido neutraliado por una nueva conceptualización neutral, vacía, modo de ficción sobre el que el estado de derecho se apoya.
El Estado social juega con la opinión pública como base de la democrática reduciéndola a grandes preguntas generales (pena de muerte: ¿a favor o en contra?; ¿sí o no a la paz?). ¿Pero a qué nivel actúa dicha opinión?
A un nivel cero, ficticio. Puesto que la opinión pública se equipara ahora a mass, a grupo, a diferencia de los orígenes políticos de las personas privadas en tanto que individuales. La cultura del ocio de hoy es el substituto de lo que en el siglo XVIII dio lugar a la subjetividad inserta en público y literariamente capaz en el marco de una esfera burguesa íntima intacta: la lectura. Ahora, “la cultura de integración ofrece, en cambio, conservas de una literatura psicológica en decadencia como prestaciones públicas destinadas al consumo privado –y destinadas a ser comentadas como consumo en el intercambio de opiniones de los grupos”.
El mal uso de la prensa –y no la prensa-, dominada por organizaciones superiores (públicas o industriales), ya sea a través de subvenciones o mediante la publicación de anuncios, en tanto que instrumento de comunicación e información, ha acabado generalizando un espectador supuestamente "medio" que es el que compra la trilogía de Larsson, asiste al último macroevento y, si se acuerda, en última instancia, es el que vota, desde la indiferencia.
“Si no es vol començar la casa per la teulada, no es pot deixar de sostenir constantment el principi: política abans que tot [siete líneas censuradas]. Però no cal insistir. És un fet tan clar que sense una política les altres coses sempre fluixejaran que els dubtes del vostre eminent col·laborador sobre aquest problema fan estranyesa. I qui diu política diu, naturalment, periodisme”.
(continuará...)