martes, 22 de noviembre de 2011

La resistencia de la inoperosidad

En “¿Qué es lo contemporáneo?”, uno de los artículos más bellos que integran el conjunto de Desnudez (Anagrama, 2011), Giorgio Agamben cuenta que aquello que percibimos como oscuridad en el universo no es simple oscuridad, sino una luz que viaja velocísima hacia nosotros; no obstante, esa luz no puede alcanzarnos, porque las galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la de la luz. “Percibir en la oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede: eso significa ser contemporáneos”, dice Agamben. Y ahí está la rareza del contemporáneo, pero también su coraje. Porque ver el presente es casi tan imposible como intentar ver las estrellas que se alejan; sin embargo, aquel que mira a su tiempo no para ver las luces sino para ver sus tinieblas, en ese mirar realiza una actividad. Es decir, es quien se aleja, quien es inactual, quien justamente por ese alejamiento es capaz de percibir y aferrar su tiempo, como hicieron, según Antoine Compagnon, los antimodernos Xavier de Maistre y Roland Barthes. En el ir y venir a través del desfase de los tiempos, el contemporáneo cumple la exigencia del presente: reactualizar cualquier momento del pasado, incluso aquello que había sido dado por muerto; e instaurar, en el movimiento inquietante de lo arcaico, la obertura de un quizá dirigido al porvenir.

En la actualidad, el filósofo e historiador Giorgio Agamben (Roma, 1942) es, junto con Roberto Esposito, el mayor seguidor del trabajo genealógico iniciado por Michel Foucault dentro del pensamiento contemporáneo italiano. Con el mismo engranaje con el que Foucault buscó en el pasado las respuestas a las preguntas que le planteaba el presente, Agamben, en el conjunto de artículos que integran Desnudez, continúa acechando los territorios ignotos que escapan de toda metodología para probar de dar luz a la oscuridad de los tiempos y someter a la potencia de la crítica el comportamiento humano. Como ya hizo en la trilogía Homo sacer o en los textos reunidos en La potencia del pensamiento, Agamben vuelve a partir de su inmenso dominio de lenguas clásicas, teología divina y derecho romano para emprender un viaje hacia lo más velado de lo arcaico. Esta vez, el recorrido que realiza es una arqueología del desnudo, que va desde la fundación de la vergüenza posterior al pecado en el primer desnudo de la historia teológica –el de Adán y Eva- hasta la fotografía y la performance del siglo XXI (Helmut Newton, Vanessa Beecroft). A través del análisis de las contradicciones alrededor del cuerpo -¿glorioso o escatológico?- en la tradición cristiana, y acompañándose de la lectura de Walter Benjamin y de Kafka, Agamben elucida el papel al que ha sido relegado el cuerpo: divino cuando era reproductor; perverso cuando se salía de la ley.


Adán y Eva, Durero

En Historia de la sexualidad, Foucault dio cuentas de cómo a mediados del siglo siglo XVIII la soberanía fundada en el poder de dar muerte giró hacia otro sistema. La función de los nuevos estados ya no era matar, sino controlar y gestionar la vida (a través de la sexualidad, de la sanidad o de la duración de vida). Esta era, a la que Foucault denominó como biopolítica, ha acabado reduciendo el cuerpo a su base biológica más descarnada, o más desafectada. Siguiendo la línea abierta por Foucault, la arqueología de Agamben desentierra los mecanismos con los que la era del biopoder ha invadido la vida enteramente, como el método de identificación que los estados hacen de sus habitantes -simples números en el carnet de identidad que ya no reflejan ninguna ética personal- o el reconocimiento a través de máquinas -y por el cual el ser humano ha perdido su capacidad de mirar a los otros a los ojos-. La identidad de hoy es una identidad sin persona, dice Agamben, medida por simples datos biológicos; simple nuda vida (vida desnuda) que ha sido excluida de la capacidad de decisión política y que, por ello, puede ser eliminada en cualquier momento sin que parezca un crimen. Es en este punto donde Agamben parece dar un paso más allá de la genealogía foucaultiana. Si bien estamos en un momento en que la vida ha sido reducida a la nada, nos encontramos también en un momento crucial para desactivar ciertas operaciones. Agamben cree que la salida que posibilita nuestro cuestionamiento está en todo aquello que los mecanismos de poder han dejado fuera de la producción y del capital. Y fuera del poder, imposibles de reducir, están el cuerpo al desnudo exento de funcionalidad, la lectura y la relectura de textos, el ocio, la fiesta del sábado judío o el domingo cristiano y el espectro de ciudades muertas como Venecia. Más que lugares, estos espacios devienen, por su inutilidad, umbrales donde todos podemos pensar, regiones de lo oscuro que no están previstas para la producción sino para el deshacer y que, como el gesto improvisado de un cuerpo o la sonrisa súbita de un rostro, pueden escapar del reconocimiento de la Gran Máquina.


Melancolía, Durero

El recuerdo aquí a Hannah Arendt cumple su exigencia. Ante la masacre de los totalitarismos, Arendt quiso devolver a los hombres su condición humana mediante una vuelta a la polis griega, ese espacio de pensamiento al que ciertos atenienses iban a reflexionar una vez habían cubierto sus necesidades fuera de la polis. En un sentido paralelo, el discurso teórico de Agamben pretende deconstruir el binomio creación y salvación, es decir, acción y pensamiento, para restablecer su amoroso conflicto. Desde lo arcaico, ambas obras aparecen juntas, inseparables: mientras que la poesía era la acción, la filosofía debía salvarla –leyéndola- para que no se perdiera en el infinito de textos. Hoy, ante los oídos sordos que la creación y la filosofía se prodigan, Agamben nos lleva hasta el recuerdo de su fusión, puesto que es necesario que la crítica acompañe a toda obra, coincidiendo punto por punto con ella, para así deshacerla y descrearla en cada instante de la humanidad.

“No basta con hacer, es necerario salvar lo que se hace”, repite Agamben. Porque hemos hecho demasiado. Ahora, quizás, ya no es momento de construir. Sino de hurgar y remover. El pensamiento contemporáneo debe deshelar en un movimiento sin fin su mirada hacia la historia. ¿De qué manera? En el caminar a la deriva, en la lectura de un libro que nos lleve a otros pensamientos, en la propia conciencia de lo que podemos no hacer y en la presencia de un cuerpo desnudo que ya no busca ningún objetivo. Porque en todos estas prácticas del deshacer hay, por su futilidad, por su inoperancia, algo que nos traspasa. Adorno decía que la filosofía debía servir para ir a comprar el pan. Agamben, en su llamada, interpreta el aforismo: en la ardiente inoperosidad está la verdad de lo que somos, así como en la conciencia de nuestros límites se alza nuestra capacidad de resistir.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Solitud. Societat.

Després de passar sis mesos a Madrid, un jove Josep Pla saturat de bigotis, corbates i opositors, de l'engranatge irrisori de l'Administració i, sobretot, de la pena per una Espanya (i Catalunya amb ella) que transpirava (i transpira!) monarquia per totes bandes, va posar fi a la seva primera volada dibuixant, ja, "amb una sola línia, el vol d'un ocell". Tenia 24 anys. Individualista salvatge, erràtic infatigable, sabia, ja, que la societat era una gran estafa. I que la vida caldria buscar-la en altres bandes:


"Hi ha gent que es creu que és l'última paraula de la civilització perquè va al te de les cinc, assisteix a unes grotesques carreres de cavalls o llegeix el seu nom a les notes de societat de qualsevol diari. El més gran disgust que ha tingut en la seva vida Eugeni d'Ors, l'hi donà el duc d'Alba un dia que convidà el senyor Ortega i Gasset en una soirée i no el convidà a ell. L'autor de 'Religio est libertas' plorà literalment... Aquest home fou durant anys el més gran filòsof d'aquest país. ¿Voleu fer-me el favor de dir-me, doncs, què és la filosofia?

La forçada solitud que imposa la ciutat no es cura pas completament al camp o a vora la mar, però s'adoba molt. El camp, la mar, per a una persona no avorrida interiorment, tenen un gran interès. No s'hi arriba pas al repòs absolut i menys al repòs de l'esperit; però la terra i la mar, en tant que posen les coses en una perspectiva més vertadera i vital que la ciutat, fan prendre interès a tot, obliguen, perquè tot és més etern, a posar comentaris als fets més mínims. Les modes, les aparences, ¿què voleu que provoquin més que ximpleries? A més a més, la vida transcorre més a poc a poc, menys cinematogràficament, i les persones no completament espremudes poden trobar, en aquest pas suau i lent de les coses, una gran dolçor interior.

El camp, la mar, actualitza minuciosament els records. Per a un pagès, per a un mariner, la vida de la memòria és una cosa molt més important que per a un botiguer de la ciutat. Gairebé tota la vida interior de la gent del camp o de la mar és feta de records. Un botiguer, un empleat, en canvi, només solen recordar alguna festa cívica, els discursos sonors i grotescament arravatats que s'hi deixataren... ¿I què és el que s'assembla més a un salvatge sinó un home desmemoriat? Aquí el record és viu: hom repensa els fets passats més petits, canta una cançó antiga, sent una gelosia mal ofegada, veu la cara d'un amic llunyà.

Si jo fos un solitari viuria a les grans ciutats. Trobo, però, que un solitari és un dels tipus humans més ridículs que hi ha. Un solitari, en general, és un refinat, un home que necessita l'abstracció i fer marxar una suposada racionalitat. Sol ésser, a més, un home pedant, egoista i gebrat. De tot això, potser val la pena d'alliberar-se'n.

A mi, i tant!, m'agrada la matèria, abans que tot, la realitat. Sento que la vida del poble m'acosta a la realitat, a la corporeïtat. Trobo en les coses tal com són el màxim encant, elements de meravella insospitats. Aquesta ratlla serena de l'horitzó, aquesta vela llatina que passa per damunt del somriure innumerable de la mar, què més podria somniar?"

Josep Pla

"Madrid, 1921. Un dietari", dins Primera volada



lunes, 1 de agosto de 2011

Abramos la brecha

“En el fondo, un mundo sin exterior –un mundo del todo inmunizado- es un mundo sin interior”.

Roberto Esposito


En el telenoticias de TV1 de ayer informaron de que Anders Breivik, el artífice de la atroz matanza en la isla de Utoya, va a ser analizado por dos psiquiatras hasta octubre para estudiar su estado mental. Esta disposición judicial demuestra, en su reverso, el preocupante olvido con el que buena parte de los estados europeos han operado, desde la segunda mitad del siglo XX, para levantar una Europa democrática, pacífica y plural.

Que Breivik sea considerado como loco es insultante. Breivik es un nazi. La locura, según el estudio genealógico de Michel Foucault, es aquel espacio que los mecanismos de poder han delimitado para instaurarse como poder en tanto que razón; dicho de otra manera, el poder, en busca de la ley, necesita de la sin razón, de lo imprevisible y de lo desconocido para hacerse como Ley, de manera que aquello que puede transgredir sus límites es aquello mismo que los dibuja. Siguiendo esta línea, el hecho de que Breivik haya ejecutado fuera del poder judicial no atestigua que se haya movido en el terreno de la sinrazón. La concreción en la previsión de sus actos y la minuciosidad de sus manifiestos demuestran que nada ha sido objeto de la la imprevisibilidad, sino que, al contrario, Breivik ha avanzado de forma aterradoramente sistematizada. Y, con su propia declaración de la monstruosidad pero de la “absoluta necesidad” de sus actos, ha demostrado que no es un loco, sino que se presenta como un ejecutante que actúa siguiendo la consecución de la ideología del nazismo, es decir, bajo la óptica del exterminio de aquellos que podían “contagiar” lo que se pretendía proteger bajo el nombre de raza aria.

Obviamente, la conmoción de un país como Noruega en el que una seguridad superficial se ha mantenido hasta ahora –así como, por cercanía, en el resto de países europeos- no puede entender la monstruosidad de lo sucedido dentro de lo que se ha estipulado con los límites de la razón. Pero para que el gobierno noruego -y toda la comunidad europea- pueda llevar una política sana, de seguridad y de diversidad plural, no deben considerar a Breivik como enfermo mental, sino que es necesario juzgarlo de la misma manera en que deben ser juzgadas las ejecuciones del exterminio nazi de la Segunda Guerra Mundial: como crímenes a la humanidad. De hecho, a su vez, en Oslo se ha subido la bandera de luto que atestigua que lo ocurrido en julio de 2011 es la masacre más dura después de la Segunda Guerra Mundial. Porque, en cierta manera, el ciclo se ha repetido.


Roberto Esposito, filósofo y teórico italiano, discípulo de los estudios genealógicos de Foucault, acuñó el término ‘impolítico’, palabra que no remite a un concepto sino que se contrapone a la sustancia política, para tomar distancia respecto de la génesis del discurso de poder. Sus análisis sincrónicos de conceptos políticos como el de comunidad, democracia o libertad, que incluyen una mirada diacrónica que indaga a través de qué mecanismos discursivos se han gestado esos términos, pretenden entender cuáles son las causas de las masacres de la humanidad atendiendo a su parte más oscura. En su libro Comunidad, inmunidad y biopolítica (2008), Esposito dedica buena parte de este tipo de análisis deconstructivo al concepto de comunidad para, posteriormente, dar una nueva lectura a su opuesto más extremo: el nazismo. Los porqués de la etapa nazi, la que hizo perder al mundo su capacidad para entenderse en términos de humanidad, son, precisamente, para Esposito, lo que no hay que enterrar ni dejar de mirar. Quizás, estudiándola de nuevo, podremos vernos cara a cara con la brecha que llevó a la sociedad moderna occidental hasta su cara más violenta y sangrienta.

Para Esposito, el nazi no es el sujeto loco que se ha desviado de la tradición histórica y filosófica de occidente, sino consecuencia del régimen biopolítico de los estados modernos. Y por biopolítica –en el sentido foucaultiano- se entiende la vinculación entre vida y poder; es decir, la reducción de la vida a su base biológica que llevan a cabo los organismos de poder. Foucault, ya en Historia de la sexualidad, intentó recoger los mecanismos e instrumentos de los que se había servido el poder para colocarse como Poder a través de la vida de los ciudadanos, concretamente, mediante el control de su cuerpo: limpieza, monogamia, clasificación anatómica, reproducción, etc. Aquellos que reunían una serie de requisitos eran considerados como normales y capacitados para estar dentro de los límites del poder y, aquellos que no, como enfermos, discapacitados y, posteriormente, excluídos. En la recopilación de datos históricos, Foucault quiso dar cuenta de cómo el discurso médico acabó ocupando en los estados modernos una posición jamás vista, puesto que se le concedió la capacidad de decidir quién era ciudadano y quién no.

Siguiendo esta línea, Esposito pretende profundizar en las argucias y los procesos que han llevado a los estados demócratas a fundamentarse en la estrategia biopolítica, cuya radicalización más extrema es, en su argumentación, la que aconteció en el exterminio nazi. Para ello, Esposito rastrea el sentido etimológico del término ‘comunidad’ al lado de la evolución política y social que ha labrado occidente desde el imperio romano. Esposito da cuenta de que, a día de hoy, en los estados modernos, lo que debía ser contrario a propio, el término ‘común’, ha degenerado en una idea de comunidad definida por las mismas propiedades –territoriales, étnicas, lingüísticas- que sus miembros (por ejemplo, comunidad de vecinos, comunidad económica europea, comunidad católica...). Sin embargo, la forma latina de comunidad, communitas, que proviene de munus (ley del don, darse al otro), no se refería a aquello que protege al sujeto clausurándolo en los confines de una pertinencia colectiva, sino que más bien se vinculaba a aquello que lo proyecta hacia fuera de sí mismo, que lo expone al contacto, al contagio con el otro. Para Esposito, la comunidad no se encarga de unir a los individuos, sino que más bien se trata del ‘entre’, del con-, de la relación que los vincula. Rescatando la experiencia interior de Bataille, aquella que expone el sujeto a la relación radical con el otro, Esposito argumenta que individuo y comunidad no serían opuestos, sino que, al contrario, el inviduo se realizaría y se singularizaría en la comunidad, puesto que en ella puede llevar a cabo el juego con aquel sujeto ajeno diferente de sí mismo.

Sin embargo, la relación imprevisible y desconocida con el exterior, esta experiencia de contagio procedente del otro, parece no adecuarse a las intenciones instutucionales y estatales, cuyo objetivo es englobar a sus ciudadanos bajo la norma de la mismidad de la unidad y la razón. De hecho, la idea original de comunidad fue empobreciéndose desde la Ilustración, cuando Rousseau, ya en El contrato social, advertía del riesgo que lo comunitario tenía de sobreponerse a los individuos autosuficientes, uniformizarlos, y tragarlos.


La degeneración del concepto de comunidad llevó a la creación de los estados modernos a la implantación de su sentido etimológico contrario. Con el término inmunitas, cuyo negativo in- delante de munus apelaría al hombre exento de obligación con respecto al otro, el sujeto podría conservar la propia sustancia de sí mismo. Sin embargo, tal y como argumenta Esposito, el proceso de inmunización es también aquello que pretende defender a uno mismo en relación con el otro. De hecho, médicamente, la inmunización intenta proteger al hombre del contagio del exterior y, para ello, le inserta el mismo virus del que quiere salvarle. En la configuración de los estados modernos, según Esposito, la evolución de la democracia ha hablado un lenguaje opuesto al de la comunidad en la medida en que cada vez más ha interiorizado una exigencia inmunitaria: uso de máscaras y armaduras para defenderse, construcción de muros (“juntos pero entre paredes”), fronteras, etc.; estrategias de protección que han acabado dando preeminencia a la propiedad de lo particular hasta que el valor de lo propio se ha ensalzado como vehículo social.

Ahí, al “hacer de lo impropio algo propio”, es cuando se abre la brecha de la sociedad actual, en cuanto que “equivale a la extinción de lo común”, dice Esposito, apelando a cómo la perversión de la idea de comunidad ha acabado en su opuesto, en el que se ha roto todo contaxto con el exterior, por entenderlo como extraño y aterrador. Este proceso de inmunización democrática, si algo es, es violencia, puesto que en su objetivo de combatir el contagio, y siguiendo la imagen médica que usa Esposito, la inmunización en altas dosis es el sacrificio del viviente, esto es, de toda forma de vida cualificada, en pro de la simple supervivencia.

El hilo de esta argumentación genealógica nos conduce hasta la radicalización de la inmunización, que culminó en el exterminio del nacionalsocialismo, cuya mano ejecutante fueron las SS y cuyo motor fue la biopolítica llevada al extremo. El nazismo, considerado por Esposito como una “biología realizada”, habría nacido de la inmunización con el que la raza aria quería “protegerse del contagio exterior”. De hecho, jamás los médicos habían tenido tanta relación con el poder político como lo hubo en la cancillería del Reich. “En este sentido”, dice Esposito, “ni siquiera se puede hablar de una simple instrumentación: la cuestión no es que la política nazi se limitase a adoptar como perspectiva legitimadora la investigación biomédica de su tiempo. De lo que se trata es de que pretendía identificarse directamente con ella”.

Durante los años treinta, lo que se inició como una campaña radical de sanidad pública pasó a los experimentos anatómicos de Goebbels y a los regalos anatómicos enviados por Menguele a su maestro von Verschuer (considerado hoy uno de los padres de la genética), hechos que demuestran el entramado que en aquellos años se produjo entre política, derecho y medicina, cuyo final fue el genocidio y, después, el suicidio de los cabezas del nazismo (debían autoextirparse antes de ser contagiados).

¿Por qué el régimen, se pregunta Esposito, confirió a los médicos un poder sobre la vida y la muerte tan enorme? La tesis más plausible que recoge es que la categoría de biopolítica ha de ser integrada con la de inmunización, porque sólo ésta última expone claramente el nudo que ata la protección de la vida a su potencial negación.


“Una mirada al panorama con el que se inaugura el siglo XXI basta para obtener una comparación impresionante: la explosión del terrorismo biológico y la guerra preventiva que intenta enfrentársele en su mismo terreno; las masacres étnicas, todavía de tipo biológico y las migraciones masivas que arrollan las barreras puestas para contenerlas; las tecnologías que configuran no sólo el cuerpo de los individuos, sino también los caracteres de la especie; la reapertura de campos de concentración en diversas partes del mundo; el empañamiento de la distinción jurídica entre norma y excepción. Todo esto sucede mientras explota de manera incontenible un nuevo, y potencialmente devastador, síndrome inmunitario. Ya lo hemos dicho: nada de todo eso iguala a lo sucedido desde 1933 a 1945. Pero nada de ello es totalmente ajeno a las cuestiones –relativas a la vida y a la muerte- que entonces se plantearon. Decir que estamos, hoy más que nunca, en la inversa del nazismo significa que no es posible desembarazarnos del problema limitándonos a alejar la mirada, sino que para invertirlo de verdad –para mandarlo al infierno del que salió- hace falta atravesar de nuevo, conscientemente, esas tinieblas, respondiendo, claro está, de manera opuesta a todo cuanto entonces se hizo, a las preguntas que de ahí emergieron”.


¿Qué ocurre ahora, sesenta años después? Según Esposito, doce años de experiencia nazi han producido suficientes anticuerpos para protegernos de su retorno. Sin embargo, y como demuestra lo ocurrido en Oslo hace apenas una semana, estamos bien lejos de pretender cerrar la horrenda brecha abierta por el nazismo. Que Breivik sea hoy considerado un enfermo mental es un insulto a todas las víctimas causadas no sólo este julio en Noruega, sino a todas las víctimas del Holocausto, del estalinismo o de cualquier otro totalitarismo. Antes he dicho superficialmente que, quizás, los estados europeos –ya no sólo el noruego- han intentado desmantelar lo ocurrido durante el Holocausto con un velo cubierto, dejando enterrado –precisamente, escondido, todavía allí- el monstruo del genocidio nazi. A su vez, los medios de comunicación nos continúan bombardeando con las imágenes de lo ocurrido en Oslo -en detrimiento de otros hechos, como el de Somalia, del que ayer, por ejemplo, El País no se preocupó ni de informar- mientras los espectadores las siguen como si se trataran de nuevas versiones de los espectáculos del coliseo romano. Cosa que demuestra que, nunca como hoy, el bíos se revela en el cruce de todas las trayectorias: políticas, económicas, sociales, tecnológicas. Es por esto que, concluye Esposito, antes de intentar entender la actualidad a partir del discurso supestamente democrático, es preciso abrir cuentas de nuevo con el del nazismo, antes de que nos lo encontremos de nuevo, justo delante de nosotros.

martes, 28 de junio de 2011

Després de l’última paraula, una altra


Borja Bagunyà

Plantes d'interior

Empúries, 2011


El 1967, l’escriptor nord-americà John Barth va publicar al diari The Atlantic un article, titulat The Literature of Exhaustation (‘la literatura de l’esgotament’), en el que pretenia desentranyar noves vies per a la narrativa i que va ser acollit per la crítica com l’esperat manifest que havia d’assentar les bases de la literatura postmoderna. En un moment, el de la dècada dels seixanta, en què els grans metarrelats havien caigut per la seva incapacitat d’explicar el sentit de les coses, en què se celebrava la deshumanització de la societat i es cridava a ple pulmó la fi de l’art i la mort de la novel·la, Barth va interrompre el discurs definint de quina manera nous models d’escriptura havien superat el camí sense sortida precisament a partir del treball de la suposada fi de l’art. Després de la pàgina en blanc i el silenci final de les avantguardes, el cas de Borges il·lustrava “de forma simple la diferència entre el fet de l’ultimàtum estètic i el seu ús estètic. Borges no va exemplificar només aquest ultimàtum, sinó que el va utilitzar”. Per a Barth, l’exemple més clar de l’escriptura erigida des de l’esgotament literari havia estat el relat “Pierre Menard, autor del Quixot”, on Borges s’inventa un heroi, Menard, que produeix –ni copia ni imita, sinó que escriu- bona part de la novel·la de Cervantes, i amb el que es burla de l’absurda necessitat d’escriure obres originals. “La victòria artística de Borges”, va dir Barth, “és que ell va confrontar una fi mortal intel·lectual i la va utilitzar per acomplir un nova obra humana”: havia originat un nou tipus de ficció, o metaficció, per al conte modern. D’aquesta manera, Barth demostrava que la literatura no havia mort, però que era necessari que canviés les formes. I així, des de la voluntat de transitar un terreny àrid, la literatura nord-americana va anar bastint noves tècniques per a la novel·la i el conte a través del destensament de la plasticitat del llenguatge, des dels seixanta fins a l’actualitat, des de William Gaddis fins a Thomas Pynchon, des de John Barth fins a David Foster Wallace.

Plantes d’interior (Empúries, 2011), tercer llibre de contes de Borja Bagunyà (Barcelona, 1982), és el resultat d’un exhaustiu treball narratiu submergit en l’autonegació, fins a l’extenuació. En la línia de la literatura de l’esgotament, Bagunyà parteix de les veus d’uns personatges que, com les plantes d’interior, acaben asfixiats i perduts per les plantes dels passadissos dels seus pensaments. A partir de l’obsessió d’uns protagonistes de carn i ossos, cadascun dels tretze contes de Bagunyà acaba aixecant un món entròpic que sempre va en augment, que es construeix a través de les associacions infinites del monòleg interior i que mai dóna per acabada la plasticitat de la ficció. Al·legòricament, a la porta d’entrada del primer relat, “Una vida exemplar”, el gegantisme imparable del nen Martí Cardona acaba rebentant l’estructura d’un edifici. Com la imatge, els personatges que basteixen la resta de contes de Plantes d’interior són éssers que creixen de forma desproporcionada, confonen realitat i ficció davant de la imatge televisiva, trastoquen les seves vides per convertir-se en la veritat absoluta del que ha de ser la vida catalana, són abatuts per la impossibilitat d’explicar-se la mediocritat de l’edat adulterada i, com a fil d’unió, manifesten la lluita constant de viure tancats en una cambra buida entre si mateixos i l’entorn, retorçant-se en el duel entre la seva independència perduda i la imatge que s’autoconstrueixen de cara a l’exterior. I és a partir d’aquest duel que Bagunyà no es planteja tant representar els problemes de la vida quotidiana de cap generació, sinó presentar el remolí del pensament en què els personatges es veuen atrapats, cadascun a la seva manera.

A força de tensar i destensar el llenguatge, l’escriptura de Bagunyà posa entre les cordes la realitat consensuada per donar vida a la seva cara oculta, és a dir, la de que tota construcció és ficció. “No descobreixo res si dic que la seqüencialitat és una impostura; el problema és que no sé si jo en sóc el responsable o el producte”, diu el narrador que fa de consciència del protagonista del darrer conte. Perquè la força motriu de Bagunyà és trencar l’ordre seqüencial de la literatura per posar en joc l’escriptura, multiplicar el teixit de veus de cada monòleg i fer del conte i de la visió de l’argument un conjunt polièdric de trames i crítica. Per aconseguir-ho, igual que la rebentada d’edifici d’en Martí Cardona, temps, espai i narrador són dinamitats i projectats cap a l’exterior amb un flux de veu imparable que trenca els paràmetres de la realitat per crear-ne de nous.

Cada conte de Bagunyà és un pistó que es posa a mil revolucions, i que frena i s’atura quan el moment ho escau; l’experimentació frega amb l’abstracció però no perd en cap moment la tensió material de la trama i el suspens de la lectura; i la precisió d’una prosa de bisturí tampoc no oblida la contundència de l’emoció.

Per què, doncs, la literatura hauria d’haver esgotat els seus arguments? Per rebatre-ho, Bagunyà socava irònicament el procés obsessiu de la creació en la figura de l’escriptor. És sobretot a l’esplèndid relat “El llibre definitiu sobre Katherine Mansfield” on es concentra la discussió sobre el fet literari, debat que Bagunyà porta fins al marc de la literatura catalana. L’entrevista a un escriptor reconegut que acaba de publicar un llibre sobre l’escriptora australiana o, més ben dit, sobre el fet que la seva veïna no fos la seva veïna sinó la mateixa Katherine Mansfield, és l’excusa per obrir un joc a través dels peus de pàgina on sobresurt la veu d’un altre escriptor, en Belan, que es veu incapaç d’escriure perquè la seva idea per a un argument de novel·la ha estat –segons ell- robada. I és precisament de la impossibilitat d’en Belan de continuar per si sol, de la falta d’expectatives d’una escriptura futura, que Bagunyà construeix el conte. No calen nous arguments, sinó treballar les paraules. Perquè les paraules màgiques, deia Barth, ho són en una història per deixar de ser-ho en la següent història, on cal trobar-ne sempre de noves.

viernes, 13 de mayo de 2011

De las cartas al hombre indiferente

Opinio: opinión insegura, sin demostrar (prejuicio).
Opinion: la opinión de mi que hay en otro.”
Jünger Habermas


A finales de 1923, la Asociación de la Prensa Diaria de Barcelona editó una serie de biografías de periodistas catalanes que dio lugar a diversos artículos sobre los homenajeados y la profesión periodística en general. Fue entonces cuando Manuel de Montoliu publicó un comentario periodístico en La Veu de Catalunya, dentro de su sección “Breviari crític”, en el que, aprovechando la idea de Cataluña como “devoradora d’homes” de Gaziel, declaró que el monstruo inhumano que había sacrificado la vida de la mayoría de intelectuales catalanes no era precisamente Cataluña, sino el periodismo. Como ejemplos del genio echado a perder a causa del sacrificio periodístico, dio los nombres de Pi i Margall, Mañé y Flaquer, Josep Yxart y Miquel dels Sants Oliver, personajes que, según Montoliu, habían desperdiciado sus mentes al dedicarle tantas páginas al “monstre engolidor” que suponía “el frenesí del periodisme que té per ideal anar més depressa que la vida mateixa”; porque la prensa era, en definitiva, la verdadera causa del poco desarrollo de la nación, que debía organizar mejor la vida científica y el mundo universatario en favor del progreso.
Los periodistas Eugeni Xammar y Josep Pla, que por aquellos años se encontraban en Berlín, aprovecharon el tema para afilar sus plumas y abrir a destajo un debate sobre periodismo que, si bien ya fue olvidado, debe ser hoy de vigencia absoluta. Usando la tradición inglesa de las “Cartas al director”, publicaron en La Veu unas reflexiones firmadas por los dos, con el título “Periodisme? Permetin...”, que originaron una fuerte polémica en la que, además de Montoliu, Pla y Xammar, intervinieron otros periodistas y escritores de la época.


Eugeni Xammar (1888-1973)



Josep Pla (1897-1981)

El hecho de que Xammar y Pla publicaran en forma de cartas al director les permitió no sólo asegurarse de la plena responsabilidad de su propuesta, sino tener carta libre en la manifestación de sus opiniones. Aún así hubo censura y las cartas no están editadas al completo: desgraciadamente, los fragmentos más amputados son aquellos en los que proponen una vía constructiva para un nuevo periodismo catalán. Pero, aún y así, las primeras cartas conservan la crítica viperina tanto de Pla como de Xammar a muchos de los personajes considerados “ilustres” de la intelectualidad catalana, una mina de información sobre importantes periodistas extranjeros y, evidentemente, una prosa clara, precisa y afilada, mezcla de información y de reflexión, con la que dieron forma a a una opinión crítica fundamental y fundamentada. Para ambos, la observación de Montoliu según la cual Pi i Margall, Mañé y Flaquer, Yxart y Oliver habían sido víctimas del periodismo era errónea. Tanto, como que había sido el periodismo la víctima de estos cuatro personajes, “que no són més que encarnacions, tan considerables, com un hom vulgui, però evidentment establertes, del provincianisme català”. Con un claro menosprecio al provincianismo, Xammar y Pla, desde la perspectiva nórdica europea, analizaron uno a uno cada uno de los casos singulares de supuesta “vida mancada” por culpa del periodismo hasta destrozarlos. Como ejemplo, el primero, Pi i Margall:

“¿Vida mancada la d’En Pi? Arribà a President de la República. Escriví un llibre, Las Nacionalidades, que és un sistema, això és, una cosa que té solucions per tot, tan luxosa a l’Espanya del seu temps, que cap altre ciutadà espanyol va gosar tenir-ne. Demés, morí vell i, per tant, tingué temps de tot. És fer-se una pobra idea de la intel·ligència d’en Pi suposar que volia la lluna de València i que no la pogué haver, gràcies a les ocupacions encombrants del periodisme. En Pi, morí en realitat, amb el timó de El Nuevo Regimen a la mà, i s’ha de suposar que, si a la seva edat encara li agradaven aquestes feines, és que el periodisme no era per a ell cap enutjosa obligació. ¿Li fallà algun ideal? Potser sí. Tothom el té, el seu ideal, i els ideals que no fallen ja no són ideals. ¿Li fallà algun ideal espanyol? Si això és veritat, patí el mal del doctrinarisme, i ésser doctrinari a Espanya no és cap mostra d’intel·ligència precisament. Si en Pi, home d’esquerra, fou un doctrinari en el país on els seus enemics polítics són d’un realisme i d’una voracitat sense fi ni compte, és que li fallava alguna cosa. I si no li fallava res i era encara doctrinari, és que tenia pa a l’ull. En Pi fou un republicà que no sabé veure l’importància [sic] de la monarquia. Tingué la República a la mà i se la deixà prendre per mantenir un principi teòric. D’aquest error encara en patim”.

A caballo entre la boutade y el rigor, los comentarios pugilísticos de Xammar y Pla –gracias a los cuales se ganaron el apelativo de “bolchevistas críticos”- iban en dos direcciones: poner a estudio la tradición política y cultural desde el presente y, a la vez, devolverle al periodismo el lugar que se merecía, en tanto que lugar capacitado para la crítica del antes y el ahora. Desde sus páginas, en las redacciones de los diarios europeos más importantes de entonces, consiguieron retornarle a la prensa el estatuto político con el que originariamente había nacido, es decir, la fusión de dos ámbitos que hoy se encuentran escindidos: periodismo y política.

“Si no es vol començar la casa per la teulada, no es pot deixar de sostenir constantment el principi: política abans que tot [siete líneas censuradas]. Però no cal insistir. És un fet tan clar que sense una política les altres coses sempre fluixejaran que els dubtes del vostre eminent col·laborador sobre aquest problema fan estranyesa. I qui diu política diu, naturalment, periodisme”.

Durante estos años, la prensa catalana vivió un momento espléndido. En ella, culminó el estilo de crónica que en Inglaterra ya hacía dos siglos que se venía trabajando y que en Francia había reinventado el personaje del croniqueur, con Baudelaire y sus Petits poèmes en prose como modelo, en les “gazetilles d’eternitats” que pedía Eugeni d’Ors. En Cataluña, acaban escribiendo en periodismo no sólo profesionales como Xammar o Pla, sino escritores como Ors, Gaziel, Sebastià Gasch, Carner, Riba y Sagarra, hasta coronarse con Joan Fuster en los años cincuenta. Fuster dio la clave de esta conjunción cuando afirmó que el escritor que luchaba por profesionalizarse sólo encontraba en la prensa diaria “uns honoraris més o menys regulars: per això s’hi enrola”. Como explica Martí Monterde en el artículo “Els mots i els morts. Cànon literari i mitjans de comunicació”, en Fuster, la relación entre escritura y carácter memorialístico estableció un vínculo entre els diaris de dia con els diaris de nit. Fuster explicó el proceso al confesar que había tenido que:

"extreure moltes planes del ‘diari’ per a vendre-les als altres diaris, als veritables diaris. Refetes en forma d’article, han seguit la fugacitat intrínseca del vehicle que les acceptava”.


Por necesidad económica, pues, el escritor se lanzaba a hablar del mundo en los diarios; por su lado, a la prensa le parecía suficientemente importante la publicación de esa escritura de reflexión.

¿Qué queda hoy de este tipo de crónica reflexionante? ¿Hasta qué punto la prensa actual da espacio a la escritura de la opinión? ¿El modelo es hoy el de las columnas humorísticas de Quim Monzó o Empar Moliner que van desde la política internacional hasta el llanto de Mou? ¿Hasta qué punto la crítica literaria se ha convertido en un catálogo de novedades? ¿Cuáles són las razones de la transformación del periodismo de reflexión al periodismo de consumo? Y, por último, ¿qué opinión cultural y política se puede formar un espectador de los medios de comunicación?

Habermas: Historia y crítica de la opinión pública
El filósofo y socióloga alemán Jürgen Habermas (1929) argumentó y contextualizó buena parte de estas preguntas en el imponente estudio historicista que dedicó al concepto de crítica en Historia y crítica de la opinión pública (1962), imprescindible para entender no sólo la evolución que ha tenido el periodismo desde su nacimiento en el siglo XVIII, sino que, a escala totalizadora, el libro de Habermas, a partir del análisis riguroso de los diferentes procesos por los que ha pasado la locución “opinión pública”, es un ensayo crítico –entendiendo como crítico esa fusión de proyección y política que pedían Xammar y Pla- de la transformación social de la vida pública en Occidente desde la entrada del capitalismo.
Para desentrañar lo que hoy se conoce como opinión pública –aquello de lo que, a priori, todos podemos participar-, Habermas distingue entre lo público y lo privado. Lo público nace del Estado y del funcionariado de la Administración, que son los que se encargan del bienestar público, frente a lo privado, terreno tomado por la burguesía, es decir, aquellos individuos sin oficio público. La clave del ensayo de Habermas –y del inicio del concepto de opinión pública- es que fue precisamente dentro del movimiento burgués donde se generó un nuevo movimiento de publicidad, alternativo al Estado. Ese movimiento se formó en un espacio. Concretamente, en la distancia que hay entre los límites del poder doméstico privado (la casa, la familia) y los límites marcados por lo que es el poder público del Estado. En esa zona, en la que los pater familiae se preocupaban no sólo del interés doméstico sino también de sus interes privados ligados a un mercantilismo y a una industria incipientes, es donde nació una nueva zona de demanda que, para materializar sus voluntades, precisó de una plataforma “crítica” en manos de un pueblo reflexionante: la prensa.

De la esfera íntima a la opinión pública

La prensa, pues, no nació sola, sino que fue la evolución y el resultado a la vez de un proceso de cambio en la mentalidad humana durante el siglo XVIII, el que hoy se conoce como Modernidad. En Francia y Alemania, pero sobre todo en Inglaterra, proliferaron clubs, salones y cafés culturales en los que la lectura literaria, a solas y en silencio, era seguida del debate en grupo. Ya sea en los clubs o a través de correspondencias, los lectores reflexionaban sobre lo leído, configurando poco a poco el concepto de su opinión –individual-. Como argumenta Martí Monterde a través del hilo histórico que recorre en Poética del Café, fue en este tipo de locales donde el hombre simultaneó tres pasos: mirar los cambios de la ciudad a través de la ventana del café, leer las noticias internacionales a través de la prensa y, finalmente, observarse a sí mismo dentro del mundo para afirmarse, posteriormente, en una posición crítica.
De forma paralela a estos pasos hacia la subjetividad, entre el siglo XVIII y el XIX nace una nueva literatura de corte autobiográfico que va de la reflexión individual de los ensayos de Montaigne a la literatura de correspondencia del Werther de Goethe. El XVIII es el siglo de las cartas, incluso el intercambio de correspondencia es publicado en la prensa. Por otro lado, las personas privadas convertidas en público razonan también públicamente sobre lo leído y lo introducen en el proceso de la ilustración. Se pone en debate a la privacidad. Estos criterios de generalidad son evidentes para las personas privadas que, en el proceso comunicativo de la publicidad literaria, se cercioran de su subjetividad procedente de la esfera íntima. “Escribiendo cartas se robustece el individuo en su subjetividad”, dice Habermas. Ya sea sobre temática emotiva (las cartas de Emma Bovary) o sobre temática literaria (las personas privadas de la época discutían sus lecturas no sólo oralmente, sino también por escrito) la correspondencia fue también medio de la nueva etapa de subjetividad de los lectores.
Este proceso de aspecto más doméstico y privado, que Habermas designa con el nombre de publicidad literaria (en un sentido cercano a la crítica literaria actual), convergió con aquella zona de demanda con la que las personas privadas hacían frente a las razones de Estado, proponiendo sus propias razones. De esta manera, la ilación entre nueva subjetividad (literaria, cultural) e intereses privados fueron convirtiendo a la publicidad literaria en una nueva publicidad política. A partir de la publicidad, el público de personas privadas consiguió hallar en la prensa el lugar para apropiarse de una publicidad que no era la del Estado y que les permitía a la vez crítica y difusión. Así que, fruto de esa nueva esfera íntima, y de manera paralela a la necesidad burguesa de articular leyes contrapuestas al dominio estatal absoluto, nace finalmente una nueva esfera crítica donde la burguesía aprende a afirmarse a sí misma.

Es éste un momento espectacular para el periodismo. Lo que había surgido de la publicación de correspondencias privadas, poco a poco abrió una pequeña industria artesana. Al inicio, la producción era sólo crematística: vender ejemplares y ganar dinero para poder imprimirlos (con un plus, como las minieditoriales). Pero a este momento económico se fue añadiendo un momento político, de manera que la prensa de noticias fue convirtiéndose en prensa de opinión, es decir, de reflexión, en la que proliferaba la concurrencia del periodismo de escritores, la portabilidad de la opinión pública y la lucha de la política partidista.
En Inglaterra, en los llamados “periódicos cultos”, el editor pasó de ser un vendedor de noticias frescas a un comerciante de opinión pública. Los escritores aprovecharon el espacio en la prensa para dotar a su raciocinio de eficacia publicística. En este denominado “periodismo de escritores” la finalidad crematística pasó a un segundo plano, hasta el punto en que los editores de la época infringieron todas las reglas de la rentabilidad y a menudo sus negocios cayeron en la ruina. Si en Inglaterra estos diarios los financiaba la aristocracia del dinero, en el continente solían ser más bien la inicitiva de algún sabio o escritor. Un nuevo editor-sabio que soportaba el riesgo en solitario y era capaz de cubrir todos los puestos de la empresa editorial. Como ejemplo, en Alemania, cuando Markus Dumont se hizo en 1805 con la Kölnische Zeitung, reunía aún los atributos de autor, compilador, editor e impresor.


Markus Dumont

La prensa salía como institución del público (como plataforma) para reafirmar su opinión. Pero cuando la opinión ha estado por encima del negocio, éste siempre ha fracasado. Fue así como el periodismo de escritores privados fue pasando a un servicio público de los medios de comunicación de masas. Y esto ocurrió por la misma transformación de la prensa: la publicidad que la vehiculaba dejó de ser la plataforma de la esfera privada y fue avasallada por el dominio público, tanto de grandes empresas e instituciones como del Estado.

Del público culto al público consumidor de cultura
Durante el siglo XIX, tal y como explica Habermas, la consolidación del Estado burgués de derecho y la legalización de una publicidad políticamente activa acaban generando una prensa que se desprende de la carga de la opinión. Ateniéndose a las expectativas de beneficio, la prensa de opinión pasa a convertirse en una prensa-negocio de forma casi simultánea en Inglaterra, Francia y Estados Unidos durante la década de los años 30. La relación entre la redacción y el tablón de anuncios que pagan hace que la prensa cambie: lo que había nacido como institución de las personas privadas como público, se convierte ahora en la institución de determinados miembros del público como personas privadas. Es así como el término de publicidad que se refería a la opinión crítica frente al Estado de la esfera privada pasa a designar la publicidad del eslogan y del anuncio que se utiliza hoy.
Hasta el momento, la libertad de prensa estaba en manos de personas privadas que resguardaban la crítica frente a las instituciones. En la medida en que se fueron comercializando, las esferas críticas fueron convirtiéndose en complejos sociales de poder de una nueva privacidad: ya no la de la esfera crítica, sino la del ámbito privado que conocemos hoy, el del capitalismo de titanes empresariales y económicos.
Esto tuvo consecuencias en la redacción. El artículo de opinión disminuyó en relación con la selección de material. Grandes periodistas desaparecieron a cambio de redactores que, siguiendo indicaciones, andaban atados a los intereses privados de una empresa lucrativa, de un partido político o del gobierno reinante. El redactor se vio sometido no al director editorial sino a una comisión de control. Y, finalmente, la libertad de prensa disminuyó.
La invasión publicitaria transformó a la publicidad, y no sólo a través del aumento de intereses de los propietarios de mercancías, sino también por la irrupción en el siglo XX del principio capitalista de pugna competitiva entre partidos. La prensa pasó a ser lugar de publicidad de políticos y organizaciones de poder, transformando su capacidad de crítica a una nueva plataforma escrita de representación y promoción. Fue a través de las public relations (concepto que se gestó en Estados Unidos desmantelando el origen de opinión pública) como ciertas instituciones y partidos se dirigían a las personas privadas como público con un mensaje que camuflaba sus intenciones comerciales en nombre del bienestar común.
De esto a la propaganda electoral quedaba ya muy poca distancia.
La nueva publicidad dejó atrás la crítica para fortalecer el prestigio de cierto poder. Y el nuevo periodismo pasó a presentarse al público como ilustración e información, pero también como arma propagandística, pedagógica y manipulativa de un Estado y otras instituciones que para acceder al poder político debían ejercer primero el poder social. Organizaciones y partidos (que tienen una relación directo con el Estado) acabaron ocupando la publicidad política, despolitizándola, y arruinando la vieja base de la publicidad que mediaba entre Estado y sociedad. Su arma fueron los medios de comunicación de masas que, en servicio a esas instituciones, aparecían para conseguir la aquiescencia del público, de manera que la publicidad crítica original fue desplazada por la publicidad manipuladora.
Paralelamente, la esfera íntima empezó a desprivatizarse. Si hasta el momento el protototipo de la vida privada burguesa era la profesión y la familia, durante el XIX la familia continúa siendo privada, pero el trabajo y la organización se vuelven más públicos. La escisión entre esfera privada y publicidad entendida como opinión crítica causa que la publicidad se transforme en masa. Una masa que sustituye la antigua publicidad literaria por la nueva actividad de consumo.

“La actividad del ocio da la clave de la pseudoprivacidad de la nueva esfera, de la desintimación de la llamada intimidad. Lo que hoy acostumbra a delimitarse como ocio, frente a una esfera profesional autonomizada, tiende a ocupar el espacio de aquella publicidad literaria en la que, en otro tiempo, estuvo instalada la subjetividad en la esfera íntima de la familia burguesa”.


En lugar de la publicidad literaria, que tenía cierto carácter político en cuanto que permitía a las personas privadas tener conciencia de su rol de hombres y burgueses, aparece el ámbito pseudopúblico del consumo cultural. Salones y clubs de lectura, que no estaban sometidos al consumo, desaparecen. Y nace un nuevo orden que se desvincula del trabajo y proporciona el descanso: el ocio.
El tiempo ocio aparece pues como una actividad apolítica que, inserto a su vez en el ciclo de producción y consumo (como concentra la expresión francesa ‘métro, boulot, dodo’: metro, curro, cama), no constituye un mundo emancipado de las necesidades existenciales directas, es decir, de la crítica. Al contrario: los modelos de ocio, compuestos antes literariamente con privacidad, circulan hoy como secreto a voces de una industria cultural que produce patentes, y cuyos productos, públicamente divulgados por los medios de comunicación de masas, sólo desarrollan en la conciencia del consumidor la apariencia de privacidad burguesa.

La prensa es, desde entonces, plataforma de la cultura de masas. En lugar de elevar la alta cultura a un público más amplio, se adapta a las necesidades de distracción y diversión de grupos de consumidores con un nivel relativamente bajo de instrucción. Es entonces cuando prolifera la prensa de fin de semana (“Corazón, corazón”), las noticias inmediatas narradas (bodas reales) o los casos-suceso que parecen salidos de la ficción (“España directo”). En cambio, las colaboraciones de expertos literarios o de escritores se someten al cliché realista, y los cuentos publicados en la prensa hablan de desafección o de las crisis de las parejas a los treinta. Esos cuentos ya no son divertidos; las noticias, en cambio, tienen como deber distraer.
En el denominador común de los human interests surge la composición de un cómodo y acomodaticio material de entretenimiento que sustituye la adecuación a la realidad por la consumibilidad, e incita más al consumo impersonal de estímulos apaciguadores que supuestamente guían e instruyen al uso público de la razón (o no: Belén Esteban), Radio, cine y televisión hacen que la distancia del receptor con la letra impresa disminuya. Cuando se lee menos, la privacidad de la recepción no se pone en debate. En cambio, los medios continúan atrayendo a los espectadores, sin la posibilidad de hablar y replicar: ahora todo se reduce al gusto (“canción preferida”, “I like” en Facebook), que incluso acaba siendo parte del consumo.
El mundo público producido por los medios de comunicación de masas es ilusorio, ficticio, hasta el punto de que el hábito epistolar del pasado intercambio literario es ahora sustituido por la plática epistolar de las redacciones de periódicos y revistas (ej: consejos para la casa, para la pareja, tests, etc.). En él ya no suena la caja de resonancia de una capa culta y educada, y ya para siempre se ha escindido el público en minorías de especialistas no públicamente raciocinantes, por un lado, y en la gran masa de consumidores receptivos, por el otro.

Publicidad fabricada y opinión no pública: la conducta electoral de la población
Este vacío de publicidad crítica a cambio de la publicidad de consumo cultural ha llevado a la triste relación que mantiene el ciudadano con la política: según Habermas, la relación que mantiene el sujeto receptor de servicios con el Estado no es de participación política, sino que es de submisión a los actos de la Administración (recortes de sanidad pública).
El sociólogo estaodunidense David Riesman llamó al consumidor político de la segunda mitad del siglo XX “el nuevo indiferente”. Sobre las decisiones electorales de este “nuevo indiferente” carente de esfera privada y crítica, los partidos han podido influir publicísticamente. Es decir, de forma propagandística, los grupos políticos trabajan una publicidad muy similar a la presión ejercida por el reclamo publicitario sobre las decisiones de los consumidores. Especialistas publicitarios venden política impolíticamente a través de los medios de comunicación de masas. El objetivo es dirigirse a un pueblo y, en concreto, como apuntó Riesman, a aquella minoría cuyo nivel de instrucción, según han calculado los demóscopos, les permite un vocabulario promedio de unas 500 palabras.


David Riesman


La opinión pública como ficción del estado de derecho
A finales de los sesenta, la opinión popular independiente de las organizaciones apenas conserva una función políticamente relevante. El público había sido substituido por instancias de órganos superiores cuya única acción política ha sido la representación, la notoriedad y la propaganda. Desde entonces, el concepto de opinión pública ha sido neutraliado por una nueva conceptualización neutral, vacía, modo de ficción sobre el que el estado de derecho se apoya.
El Estado social juega con la opinión pública como base de la democrática reduciéndola a grandes preguntas generales (pena de muerte: ¿a favor o en contra?; ¿sí o no a la paz?). ¿Pero a qué nivel actúa dicha opinión?
A un nivel cero, ficticio. Puesto que la opinión pública se equipara ahora a mass, a grupo, a diferencia de los orígenes políticos de las personas privadas en tanto que individuales. La cultura del ocio de hoy es el substituto de lo que en el siglo XVIII dio lugar a la subjetividad inserta en público y literariamente capaz en el marco de una esfera burguesa íntima intacta: la lectura. Ahora, “la cultura de integración ofrece, en cambio, conservas de una literatura psicológica en decadencia como prestaciones públicas destinadas al consumo privado –y destinadas a ser comentadas como consumo en el intercambio de opiniones de los grupos”.
El mal uso de la prensa –y no la prensa-, dominada por organizaciones superiores (públicas o industriales), ya sea a través de subvenciones o mediante la publicación de anuncios, en tanto que instrumento de comunicación e información, ha acabado generalizando un espectador supuestamente "medio" que es el que compra la trilogía de Larsson, asiste al último macroevento y, si se acuerda, en última instancia, es el que vota, desde la indiferencia.
Quizás es el momento oportuno para volver a la instancia de Xammar y de Pla:

“Si no es vol començar la casa per la teulada, no es pot deixar de sostenir constantment el principi: política abans que tot [siete líneas censuradas]. Però no cal insistir. És un fet tan clar que sense una política les altres coses sempre fluixejaran que els dubtes del vostre eminent col·laborador sobre aquest problema fan estranyesa. I qui diu política diu, naturalment, periodisme”.

(continuará...)

domingo, 8 de mayo de 2011

Perec o el record d’aquells a qui estimem

Icek Peretz (1909-1940) i Cyrla Szulewicz (1913-1943), un matrimoni obrer de religió jueva i d’origen polonès, van abandonar el seu país durant l’èxode posterior a la primera gran guerra per establir-se a París. Allà va néixer el seu únic fill, Georges. Quan aquest va fer quatre anys, el pare va morir en camp de batalla en el bàndol aliat durant la Segona guerra mundial. Dos anys més tard, la seva dona va ser arrestada i deportada a Auschwitz, on va morir. Posteriorment, el patronímic Peretz -en hebreu, ‘forat’- devia sonar estrany, de manera que algun funcionari francès del registre civil va decidir canviar al nen el cognom per una fórmula més pronunciable però ja per sempre escindida: Perec.

Georges Perec (1936-1982) va ser, al costat d’Alain Robbe-Gruillet, un dels artífexs del Nouveau Roman francès, una nova forma d’entendre la literatura i de jugar amb la significació de les coses intrascendents per tal de separar la paraula literària de la realitat i convertir-la en un fi sense finalitats. La modernitat de tècnica i de contingut de la seva obra, lligada al grup de literatura potencial Oulipo, un cercle internacional d’escriptors -amb noms com Italo Calvino o Julio Cortázar- que experimentaven amb la il·lació entre la disciplina matemàtica i la literària, ha fet del seu nom un punt d’inflexió en la literatura contemporània. No en va, Roberto Bolaño va arribar a dir de Perec que era el novel·lista més gran de la segona part del segle XX. Ja sigui rere l’estela de l’estructuralisme francès o més aviat en el seu procés de dinamitació, la clau literària de Perec va ser la constricció (la contrainte, en francès), és a dir, un mètode d’escriptura que, a través del canvi d’un paradigma o de l’autoimposició d’un element constrictiu, preestablia un sistema formal que permetria després teixir el text. El més conegut exemple és la novel·la policíaca La disparition (1969), on Perec es va proposar escriure sense la lletra e -la vocal més usada en la llengua francesa- i en la versió castellana de la qual –cal remarcar- el traductor va fer un esforç similar a l’anul·lar la vocal a. De l’escriptura oulipiana destaca també el famós Espèces d’espaces (1974), un joc de malabars amb la paraula i l’espai que va traçar noves vies no només per a la narrativa, de la que avui autors com Patrick Modiano o Enrique Vila-Matas en són seguidors, sinó també per a una part de l’art contemporani conceptual posterior als setanta, que encara se’n sent deutor.

Perec, que durant dues dècades va treballar a un centre arxivístic de neurofisiologia, va seguir un afany de recollir dades i enumerar detalls per convertir-los en literatura. Un llistat de les pintures d’una galeria d’art, 81 variacions sobre una recepta de cuina per a principiants, infinites sèries de dades precises al voltant de fets intrascendents ocorreguts un dia qualsevol en una plaça de París, les excèntriques classificaciones de Penser/classifiquer o l’imponent seguit de 480 records a Je me souviens són alguns dels fascinants exemples de l’experimentació prosística de l’autor. A banda d’aquests exercicis d’estil, importants per a la descoberta de noves tècniques, la narrativa de Perec va acabar d’introduir unes noves perspectives de tractament de l’espai i dels personatges en la novel·la amb l’obra que el va coronar, La vie, métodes d’emploi (1978), una mirada global, exhaustiva i meticulosa, amb tints policíacs i en forma de puzle, d’un edifici i els seus habitants. Hi ha una altra línia en l’obra de Perec, però, que també cal remarcar, i que potser no ha estat tan estudiada. És la que l’autor va dedicar a l’escriptura autobiogràfica, amb llibres com Je suis né o Je souviens, on va crear un imaginari potent entre realitat i ficció, entre filosofia i literatura, sense perdre un bri d’intensitat poètica, com en el cas de l’obra que ens ocupa.

“No tinc records d’infantesa”, va escriure Georges Perec a W o el record de la infantesa (1975), recuperada ara en català per l’editorial L’Avenç -que també compta en el seu catàleg amb la traducció catalana del relat perequià Ellis Island-. Novel·la a dues veus, per una banda l’escriptor exposa el buit de la seva infància que, truncada pels esdeveniments de la Segona guerra mundial, li va suposar un forat. De la seva mare només recorda el dia que li va comprar un còmic d’en Charlot i el va acomiadar davant d’una furgoneta de la Creu Roja que el portaria al poble muntanyenc Villard-de-Lans, on viuria amb la seva tieta. Ja no la veuria mai més: aquest és el primer record. N’hi ha un de segon: va portar l’estrella jueva. I, per últim, un tercer: va viure al carrer Villin de París. La resta de la seva infància, a l’igual que la vida dels seus pares, només pot ser recreada a partir de les troballes de fotografies, documents o arxius, junt amb unes poques anècdotes de l’escola. En aquest sentit, la veu autobiògrafa de Perec fa un esforç terrible per escriure des del buit i cartografiar així una escriptura que gravita en l’interstici del significant i que posa sobre la taula l’obertura de la ferida oberta. Aquesta ferida s’intensifica amb el teló de fons de la segona veu de la novel·la, on l’autor relata una ficció de la infància sobre una imaginada illa de W, situada a Terra de Foc, on els seus habitants viuen fredament sotes les regles d’unes compticions esportives que dominen la vida de l’illa; una fantasia, no obstant, que el lector, un cop s’endinsa en l’obra, acaba traduint com una metàfora del totalitarisme i el símil d’un camp de concentració.

L’evolució de l’escriptura autobiogràfica de Perec arriba al cim a W o el record de la infantesa. Roland Barthes, a qui Perec va llegir indiscutiblement –com demostren les interferències de les seves autobiografies, on tots dos autors es presenten com a personatges de ficció- deia que la raó de ser de la novel·la és deixar constància que les persones que estimem han existit. En Perec hi manca l’àncora: no pot relatar els seus primers anys de vida i no pot descriure els seus pares perquè no hi ha records. Però en la reconstrucció d’aquesta falta es crea un imaginari potent que treu a la llum el passat i els dubtes existencials d’un subjecte que diu ‘jo’. En aquesta constitució, Perec no oblida l’immens treball de l’estil, on la veu experimental d’obres precedents s’allarga ara, fluctuant, en una prosa teixida, rica en connotacions i ambigüitats, que pretén escriure sobre el que no existeix. De la manca d’infantesa, de la impossibilitat de vida i de la mort dels seus pares, neix l’escriptura. I, de la mateixa manera que el passat se li escapa de les mans, la vida només es pot relatar des de l’esvaïment.

Per a Perec, escriure era tractar de retenir alguna cosa meticulosament, d’aconseguir que sobrevisqués. Va provar d’arrencar algunes engrunes precises al buit que s’excava contínuament, a través de la sistemacitat, el càlcul i la desafecció. El resultat de traduir l’absència en paraules va donar a lloc una escriptura discontínua, on afloreix l’esquerda, i on el lector es troba amb unes vides que li parlen des de la Història.