Después de que Bouvard y Pécuchet se encontraran en el
Louvre y fueran a su primer curso de árabe (en el Collège de France), de que se
hicieran agricultores, meteorólogos, químicos, farmacéuticos, geólogos, historiadores, políticos e incluso jueces, sus proyectos llegaron a un
camino sin salida. Sin poder aceptarlo, Pécuchet intentó convencer a Bouvard de
lo siguiente:
“Trazo oblicuamente una línea ondulada. Aquellos que puedan
recorrerla, cada vez que descienda, no verán el horizonte. Sin embargo, la línea
se alza, y a pesar de sus paradas, ellos esperarán la cima. Tal es la imagen
del Progreso”.
Bouvard pensó: “¡Ha, el Progreso, qué broma!”. Y añadió: “Y
la Política, una bella marranada”.
Como el mundo de la materia no les fue suficiente, Bouvard y
Pécuchet decidieron seguir la línea del progreso y pasar a la metafísica. Se convirtieron en gimnastas (¡para entonces tenían 68 años!),
espiritistas, magos, hipnotizadores, filósofos, creyentes e, incluso otra vez, pedagogos.
Para ello iniciaron un curso de moral a dos alumnos: Víctor y Victorina. Pasaron
a la Ética, a la Virtud, a la Libertad, a Rousseau, al placer, al deber, a la
responsabilidad, a Bentham, al castigo, a Pestalozzi, al afecto, a los regalos,
etc., hasta que, al final, dijo Bouvard, “no nos queda otra que probar en la
Religión”.
Fue entonces cuando la línea del Progreso se quebró, los dos
maestros fracasaron en la acción, encargaron un pupitre y volvieron a copiar,
como antes.
Mesas para copistas Bouvard
y Pécuchet,
Gareth Long (2012)
Era el 3 de diciembre de 1851. Meses antes se había aprobado en Francia la famosa Loi Falloux de enseñanza que, bajo una falsa idea de libertad de pensamiento, devolvía a los curas el papel perdido en la escuela republicana. Treinta años más tarde, el ministro Jules Ferry borraría cualquier símbolo religioso de la enseñanza pública. Misas fuera, sin embargo, las repeticiones, las conjugaciones y las declinaciones han continuado siendo la base de la educación francesa, tanto para los notables como para la masa, tanto para los de latín como para los del compás. La diferencia es que, mientras que antes se sabían las razones del por qué de esta manera de hacer, hoy ya nadie se acuerda ellas. Por eso, el actual ministro francés, Vincent Peillon, ha propuesto incluir la asignatura de Moral laica desde la escuela hasta la terminale (18 años). Es necesario recordar los valores de la República, no vaya a ser que se pierdan en la comunidad… Y es necesario recordarlo a todos, notables y obreros, no vaya a ser que se les olvide. Eso sí, notables y obreros, pero sin faltas de ortografía.
Serge Gainsbourg, En réalisant ta lettre
Siglo y medio más tarde, José Ignacio Wert, ministro de
Educación y tralalá del gobierno español, decide agrupar las asignaturas de
secundaria en tres bloques: troncales, de especialidad y específicas. De las de
especialidad se encargarán las autonomías (catalán y euskera, como optativas).
Las troncales serán materia del gobierno, que aumenta su presencia organizativa
hasta el 75%, un tanto por ciento que garantiza el « derecho de los
alumnos a recibir las enseñanzas en su lengua materna, el castellano »
(LOMCE), cuando en cualquier instituto de extrarradio la lengua materna de los
estudiantes suele ser el árabe. Y también serán materia de estado las
asignaturas específicas, entre las que se incluye Religión, que ahora toca
hasta los 18 años, no vaya a ser que nos olvidemos, también, de quién manda
aquí.
En 2012 y en materia de educación, el estado is on fire, y
tanto Peillon como Wert, con sus gestos, nos muestran una vuelta a la nación en
un momento de crisis global en el que difícilmente un país puede operar fuera
del ejercicio financiero supranacional. La diferencia, quizá, está en que la
reintroducción de los valores de la República pueden permitir la reflexión
conjunta en un plano material, realista y, quizá, emancipatorio. En cambio, la
introducción de la religión no deja de recordarnos los caminos espiritistas que
Bouvard y Pécuchet tomaron cuando se encontraron con la quiebra de la línea
oblicua del Progreso. Irse por estos caminos significa no atreverse a plantarle
cara al problema o no darse cuenta absolutamente de nada. Eso sí, para que no
se note, el ministro tiene que enseñar los cuernos del toro, no vaya a ser que
lo confundamos con un imbécil.
A veces la simplicidad y la sabiduría se tocan. En su
vindicación sobre Bouvard y Pécuchet,
Borges nos habla del filósofo Juan Escoto, quien razonó que el mejor nombre de
Dios es Nihilum (Nada) y que “él
mismo no sabe qué es, porque no es un qué’”. ¿No será que los bufones enseñan
más que los sabios? Como explica Borges, Bouvard
y Pécuchet no es otra cosa que la historia de dos imbéciles que leen la historia
de la humanidad, quizá invalidándola, quizá idiotizándola.
“Creados o postulados esos fantoches”, cuenta Borges, “Flaubert
les hace leer una biblioteca, para que no
la entiendan". Y para escribir este juego, Flaubert leyó más de 1.500
tratados con el propósito de no entenderlos. Lo que nos pone en escena, diciéndonos
que:
a.
Si uno se obsesiona en leer sin comprender, al
final logra no entender nada y ser imbécil por cuenta propia.
b.
O: si uno se obsesiona en comprender, acaba por
ser imbécil también, porque, al fin y al cabo, siempre se escribe desde la
nada.
Sea hacia Dios o hacia la República, la crítica de Flaubert
iba dirigida al profesor como repetidor y a la escuela como productora de pions (vigilantes). Y todavía hoy, al clásico todo está
escrito de Wert y al moderno todo
está por escribir de Peillon, Flaubert y Borges les oponen, leyéndose el uno al otro, el todo es escrito, sin prometer nada, pero quebrándonos continuamente.
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